Hola personas, encantado de saludaros un domingo más. Mis males no acaban de solucionarse, pero me han dado un poco de tregua para poder salir a la calle y darme un paseo que traer a vuestro periódico. No ha sido a golpe de calcetín, porque aún no estoy para esos menesteres, ha sido a golpe de pedal, ya que la bici sí que la manejo sin problemas, y no ha sido un día sino que han sido dos, para poder ver más y contar más, ya que, el tema de hoy, se basa fundamentalmente en lo que he visto. Veamos qué es lo que he visto.
Cada año por estas fechas, como a muchos de vosotros, me gusta coger carretera y manta y acercarme al Irati o a Aralar o a Urbasa o a cualquier rincón de nuestra geografía en la que el otoño deje pintados sus óleos de paleta infinita, pero como este año no tengo el cuerpo para excursiones, y me resisto a quedarme sin mi dosis de belleza natural, esta semana he decidido darme un paseo por el otoño pamplonés, que es mucho, rico, variado y en algún punto espectacular, en conjunto es un poema escrito con colores cálidos. Solo hay que saber leerlo.
No tiene esa grandeza de las hayas y los robles que pueblan los bosques que he mentado, en donde sus copas y su altura parece que te arrancan del suelo y te suben a las alturas en un juego de ramas y hojas interminable, ni encuentras esa frondosidad en la que cada espécimen se casa con el siguiente creando una masa que, sin solución de continuidad, crea un tapiz amarillo, ocre, oro viejo, rojo, grana y un millón de tonos más que nunca cansa y que se mira con deleite de mil veces mil. El otoño de aquí de la ciudad es otra cosa, son árboles individuales, grupos pequeños o grandes masas. La ciudad tiene a su favor que cambia enormes superficies por variedad de especies.
Empecé por la Media Luna, pero no fui directo, sino que di un pequeño rodeo, para ver que me contaban los jardines de los chalets de Argaray . Entré por la placita que hay en la calle Valle de Yerri, aquella en la que había una enorme morera que dio de comer a todos mis gusanos de seda, y vi que en las calles de los valles de Navarra, el otoño no solo tiene el cromatismo de la vegetación sino que a ésta se suma la policromía de las casitas, ventanas y puertas verdes, rojas, azules; fachadas blancas, verde musgo, gris perla o azul purísima, ayudan a crear un mundo de color que alegra los sentidos. Crucé Baja Navarra para llegar al parque de mi infancia y lo tomé desde su final a la altura del crucero. Lo primero que hice fue asomarme a la barandilla para disfrutar de toda la vega del río flanqueada de chopos de oro que empiezan ya a quedar desnudos, en un par de semanas estarán con las vergüenzas al aire como cada año, la clorofila de las huertas, con sus lechugas verde vivo, pone el toque de contraste, unos piragüistas dibujaban líneas en el agua y ponían el toque de vida. Largué la mirada a mi izquierda y me topé con la nave gótica de la Catedral varada en su altozano. A sus pies el Molino de Caparroso emerge, con su enhiesta chimenea, rodeado de la chopera ocre de la Magdalena y de unas cuantas coníferas que mantienen su color y que forman una barrera vegetal que le da cobijo ante la fría corriente del río. Seguí parque adelante y entré a ver el estanque que diseñó Eusa y que, al color dominante, añade el reflejo del cielo azul en sus aguas que van llenas de hojas caídas de plátanos y castaños y que, lejos de ensuciar, decoran. En una esquina del estanque, la más cercana a las traseras de los chalets de Baja Navarra, hace ya meses que hay un nuevo elemento ornamental, se trata de una escultura en homenaje a los colegios profesionales del sector sanitario, titulada Vencer- Irabazi, es obra de Faustino Aizkorbe realizada en acero cortén y que, en esta estación, se mimetiza con la naturaleza. Es una obra abstracta, sólida, con un buen juego de dimensiones y movimiento, ligera a pesar de su peso, a mí me gusta. Seguí mi paseo entre el crujir de las hojas caídas que forman alfombra inacabable y llegué a la pasarela del Labrit que crucé para salir a la plaza del Palacio Arzobispal y desde ella subir a la ronda Barbazana que no me defraudó. Es este uno de mis recorridos favoritos, como ya he comentado alguna vez, y en lo que hoy nos ocupa es campeón, porque no solo tiene el toque otoñal en los pequeños árboles que en su trazado crecen, sino que a mano derecha acompañan al paseante las copas de los enormes castaños que nacen al pie de la muralla. En nada llegué al Redín y me asomé al mirador que me ofrecía a mis pies el baluarte bajo de Guadalupe y el revellín de los Reyes, a mi izquierda el querido portal de Francia, recuerdo de aquellos seis portales que cerraban la ciudad.
Abandoné los terrenos arbolados y, por entre calles, llegué a la Taconera, parque del que ya hablé hace unas semanas cuando el verde aun ganaba la partida. Las cosas han cambiado, hoy la Taconera es oro viejo en las copas, en el suelo, en los jardines, en los fosos. Mi bici circulaba paralela a la cuesta de la estación y me paré a mirar con calma la pared del convento que, allá por el siglo XVII, mandaron levantar Juan de Ciriza y Catalina de Alvarado, marqueses de Montejaso, convento que acoge a las madres Agustinas Recoletas y que, aun siendo encierro voluntario, su aspecto es de fiero penal en el que no sé si es fácil entrar, pero en el que su férreo aspecto indica que no es muy fácil salir. Salí del histórico parque y di mi paseo por terminado.
Al día siguiente quise ver el otoño en otras dos zonas bien arboladas de la ciudad y me fui a las universidades. Primero recorrí la UPNA que por ser mucho más joven que la otra lleva desventaja, pero aun así puede presumir de ejemplares bien hermosos y que en estos días dan un color especial, así, por ejemplo, cerca de la acera que baja al Sadar encontré un pequeño arce con un vivo y delicioso color amarillo limón. Una vez acabada la acera me metí por el camino que discurre paralelo al río al revés, tan nuestro, y disfruté con toda la salvaje vegetación que crece a su vera y que me acompañó hasta la avenida de Zaragoza que atravesé por abajo para entrar en el otro campus, el de la Universidad de Navarra que cuenta, según dicen ellos, con 4.200 ejemplares y 173 especies, casi nada. Vi plátanos, chopos, robles, fresnos y llegué al rey del campus, el Ginkgo Biloba que hay frente al edificio central, su amarillo es insultante, es una joya, de forma, de color, de tamaño, es un digno ejemplar de esa especie que pasa por ser el único ser vivo que perdura desde la época de los dinosaurios, se considera un fósil vivo, una especie con más de 250 millones de años. Casi nada. Seguí disfrutando del campus y de sus ejemplares.
Cipreses, abetos y 90 secuoyas ponen el color discordante.
Besos pa tos.
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