La gente es feliz, creo yo. La vida es maravillosa. A veces, desde hace no mucho, no sé por qué, me da por ponerme optimista, Lutxo, ¿no es gracioso? Precisamente ahora que a todo el mundo le da por ponerse pesimista. Será por llevar la contraria, supongo: quiero suponer. Yo mismo estoy sorprendido. Pero sí, la gente es feliz, créeme. Ella misma lo dice. La gente, ya sabes, no es estúpida. En ocasiones, lo parece, pero no lo es. Siempre reacciona. Todo el mundo hace sus cálculos instintivamente. Somos una especie calculadora. Como todas. E incluso más.
La gente, por lo general, sabe a qué atenerse y de dónde puede extraer la alegría de cada día. De dónde puede sacarla. Porque la necesita. En todas las encuestas en que se pregunta por el grado de felicidad de las personas, los porcentajes de los resultados son increíbles. Yo diría que incluso enternecedores o algo peor. En torno al noventa por ciento de la gente responde que es feliz, si se lo preguntas. Y eso es siempre igual. En todos los países. Y en todas la épocas. Que últimamente proliferan los fenómenos potencialmente apocalípticos, ya lo sabemos. Que los últimos experimentos con ratas han demostrado que todos nos sentimos engañados o víctimas de algo, eso también. Y que curiosamente, tras la victoria de Trump (quizá todavía algo excitado por la emoción), Putin se ponga a hablar de armas nucleares, pues tampoco es algo que ayude a levantar los ánimos.
Sin embargo, como te decía, la gente no puede permitirse renunciar a su felicidad básica, esa es la cuestión. Porque es básica: esa es, en el fondo, la cuestión. Se aferran a ella como fieras. Hasta en el infierno, si existiera el infierno, los seres humanos aprenderíamos a ser felices. La gente es feliz a la fuerza, Lutxo. La gente es feliz porque no le queda otro remedio, viejo gnomo, le digo, el lunes, bajo el toldo del Torino. Y me suelta: Hasta la felicidad se hace vieja, pero bueno. Me deja sin habla.