Hay lecturas que cortan la respiración. Aunque ayuden a sacudirte de encima la anestesia de mundo. Antes que nada es una de ellas. Un texto que provoca descargas eléctricas en el plexo.
Martín Caparrós es un argentino que no sabe si es argentino o español. A mí me parece un anarcoindividualista que siempre se ha conformado con su propia libertad. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que Antes que nada es un libro escrito para hablar de su vida. Y de su muerte. La de verdad. Al leerlo sabes que estás asistiendo a la ceremonia de un adiós. Y sientes que cada página es como un océano congelado, como una noche vacía sin estrellas.
Martín Caparrós tiene ELA y sabe que va a morir: “Lo raro de esta enfermedad es que te deja claro desde el principio que lo único que se puede negociar –esperar, intentar influir, rogar a nadie– es su velocidad”. Eso dice a sabiendas que su cuerpo ya está cansado de sí mismo.
Conocí a Caparrós hace años en la librería Auzolan, de la mano de Roberto Valencia que lo trajo para presentar su último libro. No recuerdo si fue Comí. Ese día Caparros se mostró hedonista y paranoico. Hablaba del lugar que ocupa la comida en nuestras vidas. Dicho así suena a hueco. Pero él venía de África y la vida allí transcurre en un plano inclinado. Y dijo algo brutal. Había calculado los kilos de comida que una persona de 70 años –en nuestro mundo autosatisfecho– engullía a lo largo de su vida. Unos 30.000 kilos. Aquel tipo venía a decir que la vida era un disparate. Pero ese disparate puede convertirse en literatura doliente.
Y así es Antes que nada, una vida intensa contada por alguien cuyo cuerpo ya es pura fuga. Y que aun así, elude el espanto y la piedad.
Al terminar Antes que nada uno no sabe si existe una vida después de la muerte, pero sí sabe que hay una vida muerta antes de la muerte.
Por eso hay que investigar más sobre el ELA, para no morir demasiado despacio.