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Isla Busura

Maite Esparza

Casa

CasaNational Geographic

Veo lo que parecen armarios de cocina color hueso panelados a la izquierda, con sus puertas cerradas. A la derecha hay una mujer joven que lleva un jersey rosa y unos cuantos folios estrujados y vueltos a estirar en una mano, como láminas de algas blanquecinas y deshidratadas. Del borde inferior del armario que le queda a la altura de los ojos cuelga una escalerita. Se abre la puerta y asoma un hombre de unos cincuenta años. Está tumbado con su camisa azul de cuadros y su pantalón negro sobre una colchoneta de tres o cuatro centímetros de grosor y tras él asoma el caos de los espacios microscópicos en los que necesitamos almacenar demasiadas cosas. Este hombre no está loco ni padece síndrome de Diógenes. Este armario no guarda tazas, platos o fuentes de horno, o también, pero no solo. Este armario es su casa. Aunque quisiera no podría incorporarse, a lo sumo cabría sentado. La superficie de la colchoneta coincide con la de su hogar. El señor Lau lleva diez años sobreviviendo en ataúdes como este. Paga el alquiler con su sueldo de limpiador de calles.

Los armarios-ataúd son uno de los espacios que habitan hoy más de 200.000 personas de los siete millones y medio que saturan Hong Kong. Los grandes especuladores de esta megaurbe alquilan otros dos tipos de huecos subdivididos. Unas jaulas de alambre con aspecto de gallinero que compartimentan habitaciones de suelo a techo y cuya extensión tampoco supera la del colchón y cuartos de 13 m2 en los que conviven familias enteras. La chica del jersey rosa pertenece a un grupo de derechos civiles y se dedica a visitar a los inquilinos de estos nichos para registrarlos en un mapa que intenta reflejar una realidad oculta y cambiante. Aunque aquí la situación no es tan extrema, el precio sin control de alquileres y compras sigue alejándose tanto de nuestro poder adquisitivo real que tener casa es, desde hace demasiado tiempo, mucho más un lujo que un derecho.