No siempre coincido con las frases de Lacan. Pero a veces sí, claro. Como cuando dice que al deseo hay que tratarlo mal. Si es que dice eso. Porque, si no lo dice, debería haberlo dicho. Al deseo, por tu bien, cuanto peor lo trates, mejor. Eso, aunque a su estilo, lo digo yo. No obstante, nos estamos haciendo muy comodones, muy exigentes. Quizá demasiado. En general, quiero decir. Todos, yo también. Me refiero especialmente a los europeos.
Caprichosos, quejicas, gourmets y expertos en vinos, expertos en placeres, expertos en lo que haga falta. Nos estamos convirtiendo en una estirpe muy pija. Por una parte muy consciente de sus derechos (que habría que averiguar de dónde surgen tantos nuevos derechos y por qué nos resultan tan incuestionables), y por otra, fantasiosa en exceso.
Hasta el punto de considerar que la felicidad es algo posible y real a lo que todos tenemos derecho por el mero hecho de haber nacido. Nunca habíamos pensado así, creo yo. Parece una mentalidad crepuscular. Nunca habíamos sido tan pijos. Derecho a la felicidad, eso es una estupidez. Hasta hace poco, pensábamos que, por el mero hecho de nacer, a lo único que tenías derecho era a sufrir penalidades.
Ahora, las penalidades nos resultan demasiado deprimentes. En el caso de que nos tocara volver a empezar de cero, puede que ya no supiéramos cómo hacerlo, Lutxo, le digo. Y entonces, llama a la camarera, pide un vermú con unas gotas de algo, se gira para mirarme y me dice que él no quiere empezar nada, qué él es un vividor. Le digo: Tú, ¿un vividor? Y dice: Lo que oyes. No sé qué querrá decir con eso. No sé qué imagen se habrá hecho de los vividores.
Yo solo he conocidovividores humildes. En todo caso serás un vividor humilde, viejo gnomo, le digo. Y me suelta: Humilde y todo lo que quieras, pero un vividor de los de siempre. Siempre habrá vividores, dice dando un sorbito y alzando el índice.