El mundo tal y como lo conocíamos está cambiando muy rápido. Y da la impresión de que el tiempo no juega a favor de ese mundo que muchos y muchas soñamos, un lugar de paz, democracia, libertad y justicia social. Medidas excepcionales como la capacidad de movilización in extremis del remozado frente popular de Francia que frenó a Le Pen su asalto al poder; el recurrente “cordón sanitario” ante la ultraderecha o la del gobierno de gran coalición que parece esbozarse ahora en Alemania pueden servir, con todas sus deficiencias, para ganar tiempo. Pero esto no sirve de nada si no se aprovecha ese tiempo para actuar sobre algunas de las causas profundas de lo que está detrás del auge de la ultraderecha en muchos países y también en determinadas cohortes de edad. Entre ellas se encuentran descontentos objetivos y subjetivos en materias muy sensibles y de difícil gestión, pero también algo que parece cada vez más evidente: el efecto perverso y para nada neutro de las redes sociales. Está ya más que comprobado que los algoritmos que las rigen benefician a las opciones extremas, especialmente de ultraderecha. Y también es claro que las nuevas generaciones y una parte importante de la sociedad se nutre de ellas para informarse y decidir. O para desinformarse, mejor dicho. De poco sirven las necesarias apuestas por la educación o la información en su sentido más tradicional y formal (escuela y medios de comunicación, que creo que están desempañando en general una meritoria y honesta labor) si no se actúa con decisión sobre estos grandes motores de la manipulación en que se han convertido muchas redes sociales.
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