Nos ocultamos siempre, nos sentimos más o menos seguros ocultándonos en una normalidad tribal de lo cotidiano y de lo doméstico: de la apariencia de orden y sentido. Pero debajo de esa fina capa de apariencia pacífica, inconscientemente negociada por las antenas de las cucarachas de la tribu, sabemos que pululan las pesadillas. De naturaleza diversa, obvio. Como en las películas de Linch.

La apariencia de normalidad, claro, depende siempre, en cada situación, en cada época histórica, del grado de silencio que se sea capaz de soportar en función de lo que se está cociendo. Cuando nos damos cuenta, aunque no seamos conscientes de ello, de que la apariencia de normalidad se va a romper porque el silencio ya no se va a poder soportar, es cuando el miedo aparece y nos convierte en ratones. Claro, el miedo te convierte en ratón, de acuerdo. Pero acto seguido, muy rápidamente, en ratón enfadado. Y peligroso. Esa es la cuestión. Estos burdos mecanismos de agresividad elemental han funcionado siempre, pretender ignorarlo no ayuda. Uno puede llegar a convertirse en un ratón peligroso cuando consigue darse cuenta que el miedo no le ha servido de nada, Lutxo, viejo amigo.

Trump ha iniciado una nueva dialéctica de agresividad comercial: le dice a Europa que compre más armas. Que se salve sola. Se acabó la diplomacia. ¿Y Europa qué hace? Posa para el recuerdo. Es decir, mantiene la pose mientras puede. Europa ya solo representa la nostalgia de algo. Pero ese algo está desapareciendo velozmente. Viene el mundo de los grandes negocios sin tapujos. Las naciones se están convirtiendo en empresas. El planeta entero ya es una mesa de casino. Una timba entre lobos. Y querrán adueñarse hasta del oxígeno. Y puede que nosotros lo veamos, Lutxo, le digo. Y me suelta: esperemos que sea para bien.