Ya solo quedan balcones caravista, con sus geranios despeinados y cuerdas de la ropa combadas, en los barrios obreros del norte, en San Jorge y la Rocha. En la Milagrosa más árabe y latina, en el Etxabakoitz racializado, en la vieja Arrosadía y en algunos barrios envejecidos de toda la vida que votan con la mano derecha.
Quedan algunos balcones, claro, porque Pamplona ha sido muy de balcones; los del encierro, los de pancartas o los abanderados. Y también todos los balcones hechos a golpe de cartabón por el desarrollismo inmobiliario de los sesenta que hipotecó a miles de inmigrantes castellanos, extremeños y gentes del sur navarro, esos que formaron la primera clase obrera de la industrialización pamplonesa. Aquellos obreros de Imenasa, Potasas o Motor Ibérica, salían al balcón en camiseta de tirantes. Entonces el balcón era un mirador y una estancia, un todo en uno que acumulaba sillas de playa, juguetes, la caseta del perro, la bici y donde el buzo secando anunciaba el orden social de tu clase. Algunos hasta tenían toldo que suplía la ilusión de una playa imaginaria. El balcón de entonces era un pasillo hacia el exterior que buscaba la charla amable con el vecino, donde se compartía vida y milagros de una existencia a pie de obra.
Hoy, las construcciones de la Pamplona posmodernista carecen de balcones. En el nuevo y atomizado Lezkairu, Arrosadia y en esa Txantrea desclasada, la terraza es la nueva identidad habitacional. El paisaje urbano se ha llenado de terrazas aspiracionales, acristaladas, lineales, uniformes, ensimismadas con la luz buscando la prolongación de una estancia sin conflicto alguno donde reposar un yo soberano.
Ya no hay balcones, como tampoco barrios extramuros. Antes cuando se acababan los bloques venía el descampado que era donde iban a parar quienes no pertenecían a nada, ni a sí mismos. Pero teníamos los balcones donde ubicar nuestro limbo identitario. Hoy son solo una intimidad arqueológica.