Hace cinco años ya estábamos inmersos en el Estado de Alarma y en las primeras horas del confinamiento. El mundo entero se adentraba en un ámbito desconocido a la vez que se extendía un estado de ánimo colectivo que mezclaba la desolación y el miedo por un lado y la empatía y la solidaridad por otro. Fue más duro quizá de lo que ahora queremos recordar y sus consecuencias más dolorosas siguen aún vigentes en miles de personas. Tanto para quienes cumplieron con su deber de atender los servicios eseciales como para quienes vivieron encerrados en casa atónitos.

Tras dos años largos, seis olas de coronavirus y millones de muertos y varios viajes de ida y vuelta a la anhelada vieja normalidad es inevitable observar y analizar todos aquellos movimientos, decisiones, pronunciamientos, medidas y sentimientos cruzados desde la distancia de, al menos, cierto escepticismo. Incluso pensábamos que el mundo saldría mejor de aquel inmenso reto, pero no ha sido así. Esa percepción era más bien un sueño de los más optimistas pardillos que una posibilidad tangible y duró lo mismo que duraron los aplausos y los reconocimientos al trabajo bien hecho. Muy poco.

Lo que sí se puede observar ahora es que el paso de la pandemia sanitaria dejó el rastro de desolación y altos costes humanos propio de cualquier desastre o catástrofe, y, sobre todo, trasladó como herencia a este presente una creciente realidad de caos social acompañado de cambios profundos en el modelo socioeconómico y político de la mano de la inestabilidad que generó el coronavirus. Cambios que están transformando la convivencia social y también el orden internacional en todos sus ámbitos. De la diplomacia y el diálogo se ha pasado a la imposición y la amenaza. La inestabilidad política, el auge de los discursos belicistas al compás de unos tambores de guerra que cada vez suenan más fuerte y la amenaza de una guerra comercial mundial que arrastre a una gran crisis económica son síntomas de todo ello.

Una sociedad confusa ante la sucesión de grandes transformaciones que se van imponiendo en nuestras vidas sin que apenas percibamos de dónde llegan y hacia dónde nos llevan. Lo cierto es que aquellos dos años modificaron nuestro modelo cultural y social. Nada ha sido igual. Irrumpieron en el debate público las nuevas perspectivas reaccionarias con los antivacunas y todo tipo de negacionismos delirantes y ahora ocupan buena parte del espacio ideológico con un modelo autoritario de base en el que las ideas más estúpidas y surrealistas de la historia de la Humanidad se están imponiendo en parte de la sociedad. Las mínimas reglas de juego han quedado destrozadas en el genocidio de Palestina o en la invasión de Ucrania. Ni el Derecho Internacional, ni los Derechos Humanos parecen tener ya validez alguna.

Los aranceles de Trump dejan en agua de borrajas las bases de eso que se denomina libre comercio. La economía productiva de bienes y servicios que genere riqueza y cohesión social se ha sustituido por el capitalismo financiero, la desregulación y el chantaje fiscal salvaje que sólo buscan el máximo beneficio y el vaciado de las arcas públicas y de los bienes comunes para entregar su valor a bolsillos privados. El capitalismo devorando al capitalismo, si eso es posible, y a la humanidad.