Pamplona ante la guerra de la Independencia

En torno a 1800 Pamplona es una ciudad de 14.000 habitantes donde, más allá de las habituales rivalidades fronterizas, el conjunto de la población tiene una actitud tibia ante la Revolución Francesa. La resistencia a levar tropas contra Francia enerva al gobierno español, que habla en sus informes de “este mal ejemplo de insubordinación” de Iruñea, mientras que Francisco Zamora, comisario real en Navarra, aseguraba al primer ministro Godoy que el común de los pamploneses era desafecto al gobierno central. Mientras, al otro lado del Pirineo y como queriendo darles la razón, el futuro mariscal Moncey presumía de los apoyos con que contaba en Iruñea, haciendo pensar a historiadores como Jimeno Jurío que la ciudad sentía “mayor inclinación por París que por Madrid”.

No obstante, cuando los franceses llegan a Pamplona como invasores las cosas cambian. A pesar de que, en un inicio al menos, los ocupantes pusieron buen cuidado en mantener en su puesto a las autoridades locales, respetar costumbres, festividades y hasta asistir a las corridas de toros, lo cierto es que los costes originados por la ocupación, el alojamiento obligatorio de los oficiales y algunos excesos cometidos pusieron a la gente en contra de los franceses. Y buena parte de este odio se corporeizaba en una única persona: Jean Pierre Mendiry.

Jean Pierre Mendiry

No sabemos mucho de la vida de Mendiry antes de su llegada a Iruñea, más allá de que era bajonavarro de Donibane Garazi (Saint-Jean-Pied-de-Port), donde trabajó como comerciante hasta que fue movilizado para la guerra contra España (Guerra de la Convención, 1793), a las órdenes del mariscal Moncey. Tras la ocupación francesa de la Península en 1808, los franceses crearon un cuerpo de policía, la Gendarmería del Ejército de España, y reclutaron para ello a soldados veteranos que hubieran demostrado su valía en el ejército.

Mendiry entró en este cuerpo, y en agosto de 1810 fue nombrado jefe de policía en Pamplona, como teniente coronel de la Gendarmería Imperial. Parece ser que para su nombramiento fue decisiva su condición de bajonavarro, así como que hablara castellano y euskara, pero lo cierto es que, a pesar de esa inicial cercanía, en sus dos años largos de mandato implantó en Iruñea un régimen de terror absoluto, con detenciones arbitrarias y ejecuciones sumarísimas. Algunas cifras hablan de 4.500 presos tan solo en Pamplona, de los cuales cerca de 500 habrían sido deportados a presidios franceses, frecuentemente padres, madres, esposas, hijos e hijas de guerrilleros huidos.

La Pepa

El periplo pamplonés de Jean Pierre Mendiry estuvo además marcado por la relación que el gendarme entabló con una mujer, la temida y odiada “Pepa”. María Josefa Landarte Ezpelegui había nacido en 1774 en Burguete, y tenía ya 36 años cuando conoció a Mendiry. En 1789 se había casado con Gregorio Echeverría, de Arazuri, fijando su residencia en la pamplonesa calle Mercaderes. Tres años más tarde quedó viuda, y pocos meses después casaba de nuevo, con un carnicero llamado Matías Xabier Alonso, con quien viviría en la calle Lindatxikia, y con quien tuvo a su único hijo, Andrés Celestino.

Josefa mantuvo un indisimulado romance con Mendiry, y aunque es seguro que tal hecho levantó un torrente de chismes en la pacata sociedad pamplonesa, nadie, incluido el marido, osó criticar a la Pepa, porque ello hubiera significado meterse en graves problemas.

El poder que Josefa llegó a alcanzar fue enorme, gracias a su influencia sobre Mendiry. Un buen ejemplo puede ser el de Antonio Sanz, un cura que, tras la marcha de los invasores, fue procesado bajo la acusación de ser adicto a los franceses. Sanz rechazó las acusaciones e incluso recordó que estuvo a punto de ser detenido por Mendiry, que poseía un documento donde se decía que el cura había hablado mal de los franceses. Según Sanz, Mendiry le habría perdonado gracias a la Pepa, diciéndole que “debe usted a esta señora el no haber sido fusilado”.

Seguramente fueron muchos los pamploneses que salvaron la vida o que la perdieron en función de la actitud de Josefa Landarte, e incluso parece que entre ambos crearon un lucrativo negocio, consistente en lograr la salvación de cautivos a cambio de dinero u obsequios.

Desmanes sin número

Pero hubo muchos casos en los que ni siquiera la Pepa pudo hacer nada ante la bestia que habitaba el corazón de Mendiry, cuya crueldad era censurada incluso por los propios oficiales franceses. Cierto es que estaba sometido a una presión muy grande, puesto que muchos pamploneses, como el famoso “Juanito el de la Rochapea”, huían para unirse a la guerrilla, y se sabía además que Espoz y Mina contaba en la ciudad con espías que era preciso descubrir.

Pedro Miguel Alcatarena, Félix Sarasa “Cholín”, un suizo llamado José Guidoti o el clérigo Clemente Espoz, hermano del guerrillero, eran algunos de estos resistentes, aunque tal vez el caso más célebre sea el de Miguel Iriarte “Malacría”, sepulturero que sacaba armas para los guerrilleros dentro de ataúdes. Descubierto finalmente por Mendiry, sería ahorcado el 18 de octubre de 1810.

Un monolito olvidado

Con la derrota francesa se produjo la caída de Mendiry. El policía sabía que era muy odiado, y los guerrilleros habían intentado ya antes emboscarle y capturarle. Incluso se sabe que Espoz pensaba exigir la entrega del bajonavarro como condición para aceptar la capitulación de Pamplona. Así que Mendiry escapó dejando atrás a Josefa Landarte, que fue detenida por los guerrilleros el 4 de julio de 1813.

Fue condenada por traición, aunque no faltaron testimonios que decían que había salvado muchas vidas, e incluso que era una agente doble al servicio de Espoz. Tras un arresto domiciliario, en 1821 marchó con su familia a vivir a Madrid, y su pista se pierde en Segovia en 1824.

Suele decirse que, de todas las fechorías cometidas por Mendiry en Iruñea, la más conocida y terrible ocurrió el 9 de diciembre de 1811. Aquel día condujo a 17 guerrilleros y 17 padres de guerrilleros prófugos hasta Cordovilla, los mandó fusilar junto a la carretera, y luego mandó colgar los cuerpos de los árboles como pública advertencia.

Un viejo y olvidado monolito recuerda hoy el sacrificio de aquellos pamploneses en el lugar donde se produjo. La lápida está ya ilegible, pero en 1910 Hermilio de Olóriz transcribió su texto, que rezaba así: “Aquí fueron afusilados 17 boluntarios y 17 padres de boluntarios por orden del gobyerno yntruso, el dya 9 de diciembre de 1812”.