La reactivación de los bombardeos del ejército israelí sobre la franja de Gaza ha vuelto a poner de manifiesto el modo en que el primer ministro hebreo, Benjamin Netanyahu, utiliza en beneficio de su interés político y personal el recurso a la violencia a costa de centenares de vidas que está segando impunemente. Con absoluta premeditación y alevosía –sin advertencia previa a la población civil palestina– las tropas israelíes desataron una tormenta de fuego sobre la ciudadanía indefensa haciendo saltar por los aires las posibilidades de afrontar la segunda fase del acuerdo de alto el fuego, que debería haber entrado en el terreno que Netanyahu pretende soslayar: el de una solución que permita la convivencia en la región.

Unos centenares de vidas segadas más sí tienen importancia entre las decenas de miles ya cobradas por la ofensiva israelí. No liberan de responsabilidad a Hamas por arrastrar a la inmolación a su propio pueblo mediante una acción terrorista ya casi ahogada en la sangre cobrada después pero que fue su excusa y detonante.

Pero tampoco cabe perder la perspectiva del genocidio, la violación de los derechos humanos y la inadmisible manipulación de la verdad que practica el Gobierno israelí con la cobertura de la administración estadounidense y la incapacidad del resto de actores internacionales. La estrategia expansionista del primer ministro hebreo consiste en barrer a fuego hasta hacer imposible la vida en la franja de Gaza y provocar la salida de los refugiados palestinos hacia terceros países. En paralelo, el acoso sobre Cisjordania lo aplica en términos de colonización y aplicación de la “justicia del enemigo”.

En la descripción del concepto realizada en 1985 por el jurista de la entonces República Federal Alemana Günter Jakobs, se aplica un castigo no por un hecho cometido sino por considerar a su autor peligroso. Llevado al extremo, al pueblo palestino se le reprime en su tierra no por los actos que cometa sino por ser identificado como enemigo. En paralelo, no cabe ocultar que Netanyahu se parapeta tras un muro de muerte para eludir la acción de la justicia contra su persona en los casos de corrupción que se le investigaban antes del conflicto, así como para justificar su liderazgo asentando en la opinión pública israelí la necesidad de su figura y excesos por la amenaza externa.