La tragedia se cebó con la familia de Miguel Goñi antes incluso de que él naciera. Su abuelo materno, Felipe Goñi, era uno de los personajes más populares de Pamplona de principios de siglo. Era carretero y transportaba mercaderías entre Pamplona e Irún por la ruta de Belate a bordo de su carro tirado por mulas. Empleaba una jornada para cada viaje, siempre en horario nocturno, por lo que en Pamplona era más conocido por el sobrenombre de “Felipe Denoche”.

Pero en el amanecer del 25 de agosto de 1920 las mulas de Felipe llegaron a Pamplona sin su dueño. En el interior de la galera pudieron encontrar algunas manchas de sangre y unos billetes de 25 céntimos apresuradamente escondidos. Las peores sospechas se confirmaron 14 días después, cuando el cadáver del carretero apareció cerca de Burutain, con 7 disparos en su cuerpo. Este crimen, nunca aclarado, marcó profundamente a “Zurika”, que solía decir que, cuando era niño, la gente le señalaba por la calle, diciendo “mira, es el nieto de Felipe Denoche...”, lo cual le perturbaba muchísimo.

Miguel Jerónimo Goñi, hijo de Andresa Goñi y Toribio Goñi, nació cuatro años después de aquel terrible suceso, el 27 de septiembre de 1924, en el nº 26 de la calle del Carmen. Su padre, que desempeñaba el extinto oficio de medidor de las arenas del río, falleció cuando Miguel tenía cinco meses, dejando a la familia en una situación penosa. Andresa hubo de ponerse a trabajar como peinadora a domicilio, y como el pequeño Miguel apuntaba maneras, hizo el ímprobo esfuerzo de mandarlo a un buen colegio, el Liceo San Luis, sito en el palacio de Rozalejo, en la plaza de Navarrería.

Lamentablemente, en 1940 la economía familiar se encontraba ya muy maltrecha, y Miguel hubo de abandonar los estudios. “Zurika” solía lamentarse de que entre sus compañeros de clase salieron ingenieros, abogados y hasta algún obispo, mientras que él tuvo que establecerse como zapatero remendón, en un cuartucho que le cedieron, y al que puso el pomposo nombre de “Zapatería Taurina”. Eso sí, solía presumir de que recompuso el calzado a famosos toreros llegados a Pamplona y atraídos por el nombre del establecimiento. Entre sus clientes se contaron coletudos de renombre como Manolete, Pepín Vázquez, Carlos Arruza o Luis Gómez “El Estudiante”, y para dar testimonio de ello sus retratos dedicados colgaban de las paredes del cuchitril.

Cocinero a la vez que fraile

Con todo, el negocio no iba bien, puesto que el bueno de Miguel perdonaba continuamente las deudas a su modestísima clientela, y cuando la más que previsible quiebra sobrevino, decidió meterse fraile. Ingresó en un convento de Miranda de Ebro (Burgos), y aunque intentó profesar como sacerdote, fue enviado a la cocina como hermano lego. La culpa del fracaso, según Miguel, fueron sus pésimas condiciones para el canto.

Eso sí, como todas las experiencias de la vida tienen su parte positiva, Miguel aseguraba que allí se convirtió en un consumado cocinero. La cosa es que, cuando el buen Miguel contaba con 24 años, el destino de su vida parecía ya perfectamente trazado y estable, pero no iba a ser así.

En 1948 un fulminante ataque de meningitis dejó a Miguel Goñi al borde de la muerte. Trasladado a Pamplona para morir, se salvó finalmente gracias a los cuidados de su madre, aunque quedó condenado a utilizar muletas de por vida. Llevado por unas irrefrenables ganas de vivir, abandonó el convento y se convirtió en un juerguista redomado.

De esta época data una de sus numerosas anécdotas. Se encontraba una noche de San Fermín en plena francachela junto a su amigo “Navascués”, inválido como él, cuando de forma imprevista, y a pesar de los desesperados avisos de los guardias, el encierro sorprendió a los dos discapacitados en plena calle de Santo Domingo.

Zurikaldai, en su carrito.

Miguel arrojó las muletas al aire y, según propio testimonio, asombró a todos con un sprint veloz y un prodigioso salto al vallado. El miedo a los bureles había borrado, al menos momentáneamente, su borrachera e incluso su invalidez, pero no ocurrió lo mismo con “Navascués”, que yacía inconsciente en mitad de la calle. Todo el mundo llegó a temer lo peor, pero pronto pudieron comprobar que estaba sano y salvo: tan solo había sufrido un ataque epiléptico ante el mismísimo “morrillo” del toro.

Después de aquello Miguel decidió sentar cabeza y establecerse de nuevo como zapatero, pero en marzo de 1950 el fulminante pinchazo en el cerebro se reprodujo, y esta vez su cuerpo quedó retorcido como un ocho, y con una joroba que crecía día a día. Ni las muletas le servían ya, y se veía obligado a valerse de un carricoche con pedales (sic) de mano. Dos buenos amigos, Leoz el hojalatero y Matías Anoz, dueño de Casa Marceliano, le convencieron de que se estableciera como limpiabotas, y le aconsejaron que adoptara un nombre dotado de cierta sonoridad: “Zurikaldai, limpiabotas diplomado”. Así lo hizo, y plantó su base de operaciones en el bar Espejo, sito en la calle Ciudadela.

Una peregrinación muy especial

Los años pasaban y su cuerpo seguía deteriorándose, pero Miguel tenía aún ganas de lucha y, buscando un milagro, organizó una peregrinación a Lourdes. Consiguió para ello el apoyo de dos personajes fundamentales, cercanos a los resortes de poder del franquismo. El primero de ellos era Ramón Urrizalqui, director y locutor de Radio Requeté, que patrocinaría el evento, y el segundo Carmelo Uranga Iraola, el conocidísimo padre Carmelo.

Tras una eficaz campaña de publicidad, 3 voluntarios se presentaron para empujar el carricoche durante los 250 km que separan la vieja Iruñea de Lourdes: Martín Paternain, de Lerín; Miguel Ibarrola, de Goñi; y Antonio Esparza, de Etxauri, que ejercía como jefe de la expedición.

La salida se produjo el 7 de junio de 1958, en olor de multitudes, y su paso por los pueblos hacia Francia se producía en un ambiente de auténtica euforia, con recepciones, rezos, discursos y todo tipo de festejos, sobre todo comidas y cenas. De hecho, la primera mitad del viaje fue una continua sucesión de monumentales “tripadas”, bien testimoniadas por “El Pensamiento Navarro”, periódico que realizó una crónica diaria del viaje.

Entre el equipaje llevaban botellas de morapio y un garrafón de coñac, y en varios pueblos jugaron buenas partidas de mus y hasta partidos de pelota. Tampoco faltaron las anécdotas, como cuando varias mujeres francesas, aquejadas de cifosis o “joroba” como Miguel, y llevadas a engaño por una foto publicada en la que se le veía aún joven y saludable, se acercaron a él en actitud “libidinosa”, según la terminología de la época.

O cuando, en un descuido de los porteadores, el carricoche, con Miguel echando la siesta a bordo, se precipitó sin control por una empinadísima cuesta. Fue este el momento en el que, según la crónica de Baroga, “Zurika” llegó a gritar en varias ocasiones, absolutamente aterrorizado: “¡Virgen de Lourdes, que me quede como estaba...!”

Llegados por fin a Lourdes, la peregrinación no produjo el efecto deseado, y la comitiva sufrió una descomunal decepción. Los viajeros habían hecho prácticamente todo el trayecto rezando rosarios, y “El Pensamiento” había aireado la gesta como el preludio de un fabuloso milagro... que no se produjo. Las crónicas del viaje se interrumpen bruscamente el 25 de junio, y la prensa no recoge homilías ni recepciones tumultuosas a la vuelta.

Miguel volvió con el carrito a su oficio de “limpia” del bar Espejo, donde continuó de por vida. Claro que, como siempre hay quien quiere ver milagros donde no los hay, el gran Baroga termina su semblanza del personaje acordándose, con fina ironía, de cuando “Zurika” caía en picado por una empinada cuesta gritando “¡que me quede como estaba...!”. Y, efectivamente, quedó como estaba. He ahí el milagro...