La serie británica Adolescencia nos ha impresionado, asustado, sorprendido. También nos ha interpelado, verbo que odio. Creemos conocer bastante bien a los hijos, pero estos nunca se conocen del todo porque uno no los ve crecer junto a sus amigos en clase. Así, al tener noticia de un suceso espantoso, los progenitores rezan para que su chaval no sea la víctima. Rara vez lo hacen para que no sea el verdugo, opción casi siempre inimaginable.
Bastantes adultos han alucinado al comprobar cómo está el patio, nunca mejor dicho. Yo le llamo efecto catarata. Las elites, sea por simple voluntarismo, sea por suicida ignorancia, impulsan ciertos cambios sociales y marcos legales ahí arriba. Y, sin embargo, son otros quienes aquí abajo padecen y deben minimizar sus consecuencias. Recuerda a esa reunión de la comunidad que debatía contratar un servicio de limpieza. El vecino reticente explicaba de este modo su oposición: “Qué manía con esa historia, a mi mujer no le importa nada hacer la escalera”.
El poder político y cultural se solaza con utopías y bizantinismos, que ya está luego la escuela, en especial la pública, para hacer malabares y adecentar el patio trasero, de nuevo nunca mejor dicho. Todos contra el fuego, sí, pero unos observan el incendio con un dron, otros pilotan el helicóptero y otros se queman las manos. Ignoro si esto es pecar de demagogo, y encima me da igual, pero quienes manejan el cotarro, que no son sólo ministros, ya se cuidan mucho de no mezclar a su prole con las cobayas de sus experimentos. Cómo está la chavalería, oímos. Quizás sea más justo preguntarse cómo estamos nosotros.