Mi abuelo Guillermo cumpliría hoy 123 años, con lo que se habría convertido en la persona más anciana en vivir, ya que, según dicen, la francesa Jeanne Calment vivió 122 años y 164 días, tres años más que la segunda, una japonesa que llegó a los 119 años. Bueno, pues mi abuelo hoy cumpliría 123, aunque se murió hace 40, después de su último verano en el pueblo, y fue la primera muerte con la que realmente comprendí que se trata de algo sin vuelta de hoja.
Hasta entonces –yo iba a cumplir 12 años– las muertes no habían pegado muy cerca y la del abuelo fue la primera que borraba del mapa a alguien que era de visión casi diaria. Desde entonces, ha habido muchas, claro, pero aquella se te queda grabada porque, ya digo, es la que te obliga quieras o no a ir asumiendo que se está aquí de prestado, más o menos años, y que un día se acaba, da igual la edad que tengas. Me sigue costando aceptar ese hecho, no obstante, a pesar de llevar enterrados ya a decenas de familiares y amigos y de haber leído bastantes libros acerca del tema y del duelo o novelas que tratan temas así.
Porque sigue siendo un proceso muy misterioso, lo mires como lo mires: no estás, estás y no estás. No me digan que no es una realidad que a veces puede resultar difícil de comprender. No digo ya de asumir, claro.
Por eso quizá se hable de que a veces todo malgastamos algo la vida, porque no terminamos de ser conscientes de que solo hay una, aquello que Rafa Berrio cantaba en Simulacro: “Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro, Como si yo tuviera el don de vivir por mí dos veces, De haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura, Y haber malgastado en borradores la presente”. Una batalla, esta de saber manejar la finitud de la vida sin entrar en hacer locuras, la que imagino que libramos todos a partir de cierta edad. De joven estas cosas no te ocupan. Eres inmortal.