Hace unos días tuve la oportunidad de ver Kantauri, un documental que te sumerge a pleno pulmón en las profundidades del mar Cantábrico. La película es una inmersión en un mundo desconocido y fascinante, en el que sobre un lecho abisal de lo que parecen grandes praderas de trigo o maizales mecidos, en lugar de por el viento, por las corrientes marinas, cohabitan criaturas perfectas, geométricamente perfiladas, con otras de aspecto monstruoso: cangrejos con líquenes incrustados en el cascarón, peces con la piel de piedra, anémonas con tentáculos de humo... Una experiencia sensorial a la que contribuye poderosamente la música envolvente de la orquesta y coro de Bratislava, acompañada por la voz de Aiora Renteria.
Kantauri, dirigida por Xabier Mina e Isaías Cruz, es, de todos modos, mucho más que un documental en alta definición sobre la flora y fauna del Cantábrico. La contemplación de un espacio tan inabarcable e infinito como es el océano nos hace conscientes de nuestra insignificancia y vulnerabilidad y despierta en nosotros −o al menos en mí lo hizo− cuestiones y preocupaciones de carácter existencial, nos trae reminiscencias de la nada que habitamos antes de reconocernos a nosotros mismos o de aquella a la que nos dirigimos de manera inexorable.
A lo largo de toda la película la voz del narrador, Patxi Zubizarreta, repite un estribillo: “Somos peces empeñados en volar”. Venimos de la apnea en los vientres de nuestras madres (y por eso nos resulta tan placentero bañarnos en el mar, en esa agua que tiene la misma consistencia salada que el líquido amniótico) y la muerte nos disolverá en el cosmos, como a un pájaro al que perdemos de vista en la inmensidad del cielo. Y en ese intervalo el azar será quien guíe nuestras vidas.
Una de las imágenes que podemos ver en Kantauri es, por ejemplo, la de los gigantescos bancos de peces, formados por miles de individuos que se mueven como si fueran un solo organismo, y del que de vez en cuando se descuelgan los más despistados, los más débiles, pero quizás también los más díscolos o insumisos. Sobre esos bancos de peces sobrevuelan gaviotas, que se abalanzan en picado y arrebatan a la enorme masa que emborrona el agua uno de esos individuos. ¿Qué es lo que determina que sea este y no otro el que acabará siendo atrapado? ¿La casualidad, el lugar que ocupa −o que se ve obligado a ocupar− dentro de ese banco de peces? Esos pececillos arrebatados al mar quizás, como nosotros, también se empeñaron algún día en volar, y acabaron haciéndolo, aunque quizás no era esa la manera en que lo habían soñado. La vida, la muerte, el azar, son, en fin, enigmas irresolubles, y su profundidad es insondable, como la de un océano. Por eso no podemos dejar nunca de explorar en ese abismo −quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos−, como hace Kantauri con nuestro mar Cantábrico.