En su fantástico libro Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey, el periodista y escritor Ander Izaguirre hace un repaso minucioso por numerosas situaciones de la historia del ciclismo italiano y en muchas de ellas –o en algunas– brilla la picaresca innata que siempre ha caracterizado al país transalpino, tanto entre los corredores, como en los organizadores y el propio público.
Ahora que se sabe que en la tercera votación para papa iba delante el italiano Parolin frente al estadounidense Prevost por 49 a 38 pero que Parolin decidió echarse a un lado en la cuarta a mi no termina de encajar que lo hiciera, según cuentan, porque creyera que ya no iba a obtener más votos y que había hecho tope, mientras que a Prevost le veía muchas más opciones, como finalmente así fue. ¿Y si esa es la versión oficial pero la realidad es que al día siguiente empezaba el Giro y Parolin, como buen italiano, no quería alargar el cónclave para que no empequeñecer el arranque de la ronda italiana? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos qué pasó con Pantani.
Bromas al margen, el caso es que gracias a la decisión de Parolin ayer ya estaba casi amortizada la elección del estadounidense-peruano y, sí, su inercia durará algún día más pero no será nada si no hubiese habido elección y siguiese el cónclave. Ahora Italia ya puede girar sus ojos hacia el Giro y echarse a las calles como normalmente siempre hacen, a pesar de que desde Nibali en 2016 no lo gana ninguno de los suyos. El Giro, casi como el catolicismo, es una cuestión religiosa allá, desde los tiempos de Binda y Girardengo y luego de Bartali y Coppi y Gimondi y Moser y Saronni. Este año no hay italianos favoritos, aunque Tiberi y Fortunato pueden hacerlo muy bien, pero dará igual. La primera grande del año siempre se espera con verdadera pasión, mantenida y acrecentada desde hace nada menos que hace 116 años. Habemus Giro.