Esta semana se ha celebrado el día de Europa. Suele ser una fecha de connotaciones formales e institucionales que no consigue tocar nuestros corazones. Pero esto quizá debería cambiar. Lo político sufre un gran descrédito, para alegría y oportunidad de los populismos. Lo internacional suma además sus características limitaciones y contradicciones, así como una distancia que, paradójicamente, en tiempos de comunicación instantánea se hace creciente.

En este contexto, Europa confronta nuevas amenazas externas no vistas en muchas décadas. La agresión rusa contra Ucrania afecta a la esencia de la Unión: dar a los europeos una esperanza y un medio de aumentar su seguridad, sus derechos y libertades, y sus oportunidades de una vida mejor. El segundo mandato de Trump completa la pinza por el otro lado del mapa.

El vínculo atlántico estaba asociado a ideales que el trumpismo ahora desafía: el estado de derecho, los derechos humanos, la posibilidad de cierta gobernanza global, el conocimiento como proyecto compartido, la idea de que la democracia tiene normas, una visión social de la igualdad humana, entre otras. Los Estados Unidos de Trump han optado en cambio por un mundo donde las cosas significan lo que el poder quiere que signifiquen y donde todo se puede comprar y vender.

En Gaza presenciamos la renuncia al derecho internacional humanitario como referencia hacia la que había que tender y cuya vulneración tenía, al menos potencialmente, un significado negativo. Hoy Gaza es simultáneamente el infierno de la ausencia total de normas, con el sufrimiento humano más extremo, y al tiempo el extraño sueño de un complejo hotelero diseñado con inteligencia artificial sin gente con derechos que distraiga de los placeres venales a quien se los pueda pagar.

La asociación Federalistas del País Vasco ha afirmado en su manifiesto Somos Europa que “los actos y actitudes de la administración estadounidense del presidente Donald Trump parecen llamados a dinamitar los fundamentos del sistema europeo establecido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, tanto en las relaciones económicas como en la defensa y seguridad”. Como otras organizaciones en todo Europa, ha llamado a concentrarse en diversos lugares. “A la calle, que ya es hora” ha añadido Nicolas Sartorius para apoyar estas movilizaciones europeístas, afirmando que “el que no vea que las democracias sociales y la propia UE están en grave riesgo es que está ciego”. El caos de los aranceles es, con toda su gravedad, ya casi lo de menos.

Los Estados Unidos de la era trumpista han dejado de ser para Europa un aliado fiable no solo en lo comercial y económico, también en la política y la seguridad. Se me dirá que esto no es nuevo, que las relaciones internacionales han sido siempre el terreno de juego de los intereses nacionales más descarnados. Pero precisamente por serlo, el jugador inteligente sabe que en su propio interés conviene tener normas claras y aliados serios.

El simplismo inmediatista del juego de suma cero de la negociación inmobiliaria aplicado a la complejidad global acaba con esa visión inteligentemente interesada. Más allá de consideraciones morales, si la identificación del interés propio no incorpora otros equilibrios y otros espacios temporales, deja muy pronto de conllevar ganancia alguna. En la presentación de la nueva fundación EAtlantic, su presidente, el lehendakari Urkullu, identificó el viernes que quizá nunca habíamos sido tan conscientes como hoy del significado e importancia del proyecto europeo. Y si aún no lo somos, deberíamos serlo.

Pero no basta con valorar, hay que comprometerse activamente contribuyendo al europeísmo en diferentes ámbitos: en el consumo, en la cultura, en el trabajo, en el asociacionismo y en la política. Esta fundación de vocación europeísta, de la mano de la experiencia política y del bien ganado prestigio acumulado por Urkullu y acompañado del saber hacer de mi admirado Juanjo Álvarez como su investigador principal, es un buen paso.