El “caravista”, ese icónico ladrillo rojo, ha sido un clásico de nuestras vidas. Como el Cola Cao, el Varón Dandy o el peine pequeño que los hombres llevaban siempre en la cartera.

En las periferias clónicas que empezaron a construirse en los setenta, las nuevas edificaciones se revestían de ese ladrillo; valiente, desnudo y completamente a la intemperie. Un tipo duro.

El “caravista”, metonimia del piso en la ciudad, se convirtió en el deseo onírico de una clase obrera con aspiraciones medioclasistas. Esa pretensión la hizo posible José Luis Arrese, ministro franquista de Vivienda en 1957 cuando dijo aquello de: “No queremos una España de proletarios, sino de propietarios”. Dicho y hecho. Miles de viviendas se construyeron revestidas de ese ladrillo que en pleno franquismo resultó ser muy democrático. También los barrios emergentes de Pamplona se apuntaron al “caravista” en medio de un caos estético rellenado de inmigrantes periféricos y de casa.

Todavía mucha arquitectura obrera es testigo de esa disfunción urbana, espejo de la especulación y el pelotazo, pero también de las desigualdades de clase y las grietas en el espacio público, cada vez más privatizado.

Pero esta ciudad está en permanente erupción. Cada día vomita más y más hormigón. Y si se fijan, entre los nuevos edificios construidos, estandarizados a golpe de impresora 3D, otros muchos se están rejuveneciendo mediante el bótox del “envolvente”, una técnica rehabilitadora en busca de la eficiencia energética y una nueva belleza, esa que elimina las arrugas del tiempo. Pero también la memoria. Y eso es lo malo. Mi suegra, que es muy friolera, está muy contenta. Le van a poner el envolvente. Se ahorrará un pico. Pero tiene miedo que después de hacer la compra no reconozca el edificio. Dice que todos son muy heteronormativos, que por eso su barrio está perdiendo identidad. Más vale que Rafael Moneo aún cree en el “caravista”.