Diez años después de que UPN recibiera un varapalo en las urnas que le forzó a desatornillarse del Palacio foral y refugiarse en su guarida, aquellos sectarios gobiernos quedan en el recuerdo como algo lejano. Muy lejano. De hecho, de la gestión de Sanz y Barcina sólo nos acordamos porque todavía nos cuesta un pico en cada presupuesto.
El primero nos dejó de herencia para 25 años los peajes en sombra. La broma de este 2025 asciende a más de más de 120 millones, que sufragaremos a escote. De ellos, solo el sobrecoste de la autovía a Logroño va a terminar superando los 1.600 millones, algo que duele incluso mencionarlo.
Y qué decir de Barcina, que en el peor momento de la crisis se subió el sueldo por encima de los 92.000 euros (10.000 más de lo que hoy cobra Chivite) al sacarse de la chistera un plus de responsabilidad para compensar que ya no podía meter más el cazo en las dietas de Caja Navarra, mientras engordaba la deuda pública en casi mil millones durante su mandato de recortes y atrincheramiento inútil.
Transcurrido un decenio desde el final del regionalismo en el poder, ha quedado claro que existía otra manera de administrar los recursos públicos. Lo demostró el Gabinete Barkos, que puso en orden las cuentas de la comunidad –que estaba “en riesgo de insolvencia”, según lo dejó por escrito la nada sospechosa Cámara de Comptos–, y continúa en la senda de crecimiento con el Gobierno de fuerzas progresistas que lidera Chivite.
Entre tanto, ahí sigue la derecha. Rabiosa e impotente ante la falta de músculo electoral para gobernar por sí sola e incapaz de tejer acuerdos que le permitan reverdecer viejos laureles. Su reiterado acoso y derribo al PSOE, al que señala como culpable de sus propios males, no solo parece condenado al fracaso, sino que tiene el efecto contrario al buscado. Si entre los votantes socialistas pudiera haber quienes dudaban de la conveniencia de perseverar en el entendimiento con EH Bildu, Geroa Bai y Contigo, el reciente Congreso del PSN disipó cualquier duda, ya que el respaldo a esta estrategia fue unánime. Una apuesta que invita a pensar que el cambio iniciado en 2015 es irreversible, y ante el que la derecha puede consolarse con el sabio refranero, que dice que no hay mal que 100 años dure, pese a que no se atisbe el final de este ciclo.