La semana pasada nos quejábamos del frío. Esta semana puede que nos quejemos del calor. Lo importante no es el calor o el frío. Lo importante es quejarse. La conciencia es una conquista, no lo olvidemos. Y hay que aumentarla, ese es nuestro verdadero trabajo. No obstante, por consiguiente, no contentarse, es imprescindible para evolucionar. Si te contentas, te paras. Y esa opción no se contempla. Nosotros nos escapamos del paraíso a pie. Mirando hacia un horizonte incierto. Tal vez huyendo. Y no hemos parado desde entonces. Somos de una ralea resistente, curiosa y audaz. Y descontenta, obvio. Dicho de otro modo, orgullosa y exigente. Eso es la humanidad. Últimamente, al parecer, hasta estamos dispuestos a denunciar a una enfermera si nos parece que no nos ha tratado bien con la jeringuilla. Porque nosotros estamos convencidos de que merecemos que nos traten bien. Nuestro cerebro funciona así. Siempre quiere algo más. Siempre anhela algo mejor. No siempre se alcanza fácilmente, claro. No siempre se obtiene esa mejora tan anhelada. Ya lo sabemos. Y también es justo y necesario que eso siga siendo así, porque lo contrario resultaría aún más penoso. Pero el anhelo, el deseo, la máxima exigencia y el eterno descontento siguen ahí. Latentes como una manada de lobos que hibernan en una cueva. En el interior de nuestro propio corazón. No obstante, Lutxo, viejo amigo, hoy, por ser precisamente lunes, voy a permitirme a mí mismo no quejarme de nada. Solo por el lúdico placer de la mera experimentación. A ver qué pasa. No es que me falten motivos para quejarme, eso nunca. Es, sin más, curiosidad. Motivos para quejarse hay a miles. Últimamente todo cuesta el doble, por ejemplo. Todo es más caro y sabe peor, le digo a Lutxo el lunes, en la terraza del Torino. Y me suelta: Esperemos que sea para bien.