Ya es verano. La gente se dispone a ser plenamente feliz. Aunque un vigilante de vertedero haya puesto al país patas arriba. Aunque el cielo siga escupiendo versículos del Levítico cargados de metralla sobre Palestina. No importa. A este mundo hemos venido a veranear, que decía Julio Iglesias. Y en esas estamos. Justo desde las 4,42 horas del pasado sábado 21. A esa hora, el sol alcanzó la máxima declinación secuestrando la noche más corta del año. Muchos balcones de la ciudad tenían abiertas sus ventanas de par en par y podía oírse el fulgor de algunas pasiones. También a esa hora, en muchos bares de pueblo, donde la barra sigue siendo un agarradero de sociabilidad, se seguía jugando al tute mientras la TV repetía imágenes de corruptos que llevan tiempo haciendo el agosto. Es verano, tiempo de chicharras que anuncian un sopor vespertino que sólo se aguanta al lado de un daiquiri escuchando canciones de Nick Cave.

En el pecho de muchas adolescentes se ha producido una explosión imposible de controlar. Algunos ancianos, acompañados de cuidadores llegados de lejos, dormitan a la sombra de los tilos en busca de la inmortalidad. Mientras, las golondrinas vuelan tan a ras de tierra que pareciera que quieren bebérsela. Ahora las noches fluyen como un todo o un qué más da lo que pase luego. En serio, hay días que te vas de fiesta y las cuatro de la madrugada se convierten en las ocho. Pero qué más da. Ya es verano, un tiempo que nunca quieres irte a casa, que esperamos que no acabe nunca pues ante un futuro incierto nos agarramos a un sol de justicia. Es verano y la vida se sale del carril. Tiempo de huidas, del jefe, de la oficina, de la rutina, de la pereza, de tu pobreza, de tus preocupaciones y hasta de quién eres realmente. Es verano, y a la vuelta de la esquina el Tour volverá a hacernos felices cada tarde de chicharras y sandía.