En su vuelta a la Casa Blanca hace seis meses, Donald Trump se comprometió a terminar todas las guerras en curso y a no iniciar ninguna más. En cuanto a lo primero, sus gestiones tanto en Ucrania como en Gaza no han pasado de meras actuaciones para la galería que ni siquiera han servido para aminorar la tensión. Lo segundo, la determinación de no abrir nuevos frentes bélicos en el planeta, acaba de revelarse como otra de tantas promesas incumplidas por parte del presidente de Estados Unidos. Su ataque a objetivos en Irán, bajo el pomposo nombre de Operación Martillo de Medianoche, no puede considerarse “una intervención quirúrgica”, como pretende la versión oficial de Washington.

La magnitud de los bombardeos solo puede contemplarse como una acción unilateral de guerra contra un Estado que, por mucho que sea un enemigo histórico desde el advenimiento del régimen de los ayatolás en 1979, en realidad no representa ninguna amenaza real para los estadounidenses. Los propios servicios de inteligencia del país norteamericano habían concluido que Teherán todavía está muy lejos de completar su programa nuclear y que sus autoridades ni siquiera habían decidido construir una bomba.

A estos hechos se une que, hasta el mismo día de la ofensiva, las vías diplomáticas para tratar de disuadir a Jameneí de incorporarse al club atómico permanecían abiertas. Así las cosas, parece evidente que Trump ha tenido otras motivaciones para dar un paso sin vuelta atrás de semejante trascendencia y con repercusiones que pueden ser de extrema gravedad.

En lo más inmediato, el líder republicano brinda su apoyo a su aliado más estrecho en la zona, el presidente de Israel, Benjamín Netanyahu, en la guerra abierta que inició contra Irán hace dos semanas. Pero ese no parece ser el objetivo prioritario. Lo que ha movido a Trump a abandonar su pretendido papel de pacificador mundial (en varias ocasiones se ha postulado para el Nobel de la Paz) y adentrarse por la senda belicista es lo mismo que guía su acción política: su narcisismo y su carácter cada vez más autoritario. Desgraciadamente, la comunidad internacional, empezando por la abúlica Unión Europea, que solo se ha pronunciado vagamente, no parece tener herramientas para hacer frente al gran autócrata.