San Fermín, San Fermín!, y vuelta la burra al trigo
Cada cierto tiempo el obispo, párroco o sacerdote de turno –ahora le toca al Sr. Roselló– (lo de monseñor se lo dejo para sus fieles, yo no le debo pleitesía alguna)– vuelve a insultar la inteligencia de los pamploneses y pamplonesas con la cantinela de que no hay Sanfermines sin San Fermín. Cansos que son estos cristianos, otra vez con la misma murga, con la misma trola mil y un veces desmentida.
Vaya por delante que allá cada cual con su forma de vivir la fiesta. Si algunos se divierten y viven la fiesta paseando por las calles de la ciudad un ídolo de madera ataviado con más brilli brillis que la chupa de Michael Jackson mientras le rezan, cantan y vitorean pues adelante con ello, no seré yo quien lo impida, pero eso no implica que quienes sabemos que tal celebración no es más que una vetusta tradición social creada alrededor de una gigantesca mentira tengamos que obviar esta circunstancia porque además de una necedad supondría renunciar a nuestra capacidad intelectual y eso sí que no Sr. Roselló.
“La leyenda de San Fermín no es más que una composición tardía y totalmente desprovista de veracidad”. Si la afirmación fuese de un ateo convencido y no muy ilustrado como yo quizás no tendría mayor trascendencia ni credibilidad, pero resulta que si quien lo afirma es ni más ni menos que D. José Goñi Gaztambide (1914-2002), sacerdote navarro y el más eminente historiador de la Historia Eclesiástica de Navarra en el tomo I de su monumental obra (11 tomos) Historia de los obispos de Pamplona, la cosa cambia y mucho. Posteriormente llegaría el trabajo de Jimeno Jurío, quien en su libro Historia de Pamplona y de sus lenguas (Pamiela 1995) continuaba desmontando el andamiaje del mayor mito sanferminero con nuevos hallazgos documentales. Más recientemente su hijo, Roldán Jimeno Aranguren, en su libro Los orígenes del cristianismo en la tierra de los vascones (Pamiela 2003) remataría la faena y arrojaría luz definitiva (humana que no divina) sobre la gran mentira construida durante siglos: San Fermín nunca existió, ni fue hijo de gobernador, ni murió en Amiens, ni fue primer obispo de Pamplona y, por supuesto, nadie lo degolló. No hay santo, ni mártir, ni reliquias ni hostias en vinagre por más que les pese a los miles de creyentes de buena voluntad, al mogollón de ateos que vaya usted a saber por qué portan su efigie en rojos pañuelos, dorados colgantes, pegatinas de coche y hasta se lo zampan en tartas sanfermineras (esto último también lo hago yo). El Sr. Roselló, los que le precedieron y el resto de jerarquía católica conocen la verdad mucho mejor que yo –para eso han estudiado bastante más–. Así que imagino que tras escribir la aleccionadora epístola el señor obispo habrá corrido a confesarse porque toda ella es un flagrante incumplimiento del octavo mandamiento.
¿Sanfermines sin San Fermín? Hace muchos años que ya existen señor obispo, no solo porque la gran mayoría de pamplonicas ya vive –consciente o no del alcance de la patraña– sus fiestas de espaldas a la gran engañifa, sino porque algo que no existe nunca podrá ser el centro de nada, ésta es la única razón por la que el señor obispo se ve obligado como sus antecesores a sermonear vía carta al director, los púlpitos ya no funcionan como antaño.
Llegados a este punto cabe preguntarse cuándo los representantes políticos –sean del signo que sean– van a asumir la naturaleza aconfesional de sus cargos que emanan directamente de la Constitución española de 1978 que establece que el estado es aconfesional –y por lo tanto sus cargos también–, van a dejar de participar oficialmente en liturgias, procesiones y demás rituales religiosos dejando de apuntalar con su institucional presencia la trola pamplonica por antonomasia, pero esto es motivo ya de otro artículo. Gora Iruñeko jaiak!!