La muerte de Miguel Uribe, senador conservador, precandidato desde marzo a la Presidencia de Colombia en 2026 y una de las voces opositoras de mayor proyección en el derechista partido Centro Democrático, abre las puertas de aquel país al abismo del uso de la violencia como forma de expresión y de presión. El joven político, que no llegaba a 40 años, falleció el pasado 11 de agosto a solo nueve meses de los próximos comicios y tras pasar 65 días ingresado en la UCI de un conocido centro hospitalario bogoteño intentando superar las heridas de bala que sufrió en un atentado perpetrado por un sicario menor de edad.
La agresión y el óbito llegan en un momento crítico para la estabilidad de aquel país, aquejado de un proceso de creciente quiebra y polarización, y con hechos trascendentales, como la condena (ya recurrida) a 12 años de arresto domiciliario al expresidente Álvaro Uribe (del mismo partido que el fallecido) por un presunto caso de sobornos a testigos que podrían dar veracidad a sus supuestos vínculos con el paramilitarismo. La situación, salvando todas las distancias, que aún son poco abarcables, sí que encuentra similitudes con la oscuridad de épocas pretéritas en las que el terrorismo y todos sus intereses llegaron a poner al Estado colombiano al borde de su propia viabilidad.
La hemeroteca aún recuerda el asesinato de tres candidatos presidenciales entre 1989 y 1990 en plena guerra de Pablo Escobar contra quienes querían poner cortapisas a su multinacional del narcotráfico. El nuevo magnicidio, además, rescata una trágica coincidencia. Miguel Uribe era hijo de una notoria periodista raptada y asesinada en 1991 por las estructuras del cártel de Medellín. Sin llegar a esos extremos, el asesinato ya ha condicionado la campaña, con la renuncia a seguir en ella de varios precandidatos y la suspensión de los actos de campaña de otros aspirantes ante eventuales fallas en su seguridad en un país con demasiadas cicatrices tras ser zarandeado por múltiples violencias nacidas de la existencia de varias guerrillas, de grupos paramilitares y de un narcotráfico muy asentado desde las selvas en las que cultiva la coca. Tampoco ayuda en ese panorama la falta de resultados en la investigación policial y judicial abierta para dar con los autores intelectuales del crimen, incertidumbre que ahonda la sensación de pesadumbre.