Seguro que tienen en la cabeza la Piedad de Miguel Ángel. La del Vaticano. Es una pieza icónica. Con su perfección formal convive una estilización que la aleja de la realidad porque no muestra drama. El joven escultor, tenía veinticuatro años, ideó una madre apenas adolescente que sostiene serena y sin aparente esfuerzo el peso del hijo muerto. Sesenta y cinco años más tarde, el mismo artista, mucho más sabio, plasmó el desvalimiento y la desesperanza en la Piedad Rondanini.
Siglos después, la madre de la Piedad Kollwitz se lleva la mano a la boca, un gesto que contiene la incredulidad ante lo inapelable. La escultora perdió un hijo en la Primera Guerra Mundial.
En 2024, la fotografía ganadora del Premio World Press Photo, obra de Mohammed Salem, es la de una mujer palestina que abraza el cadáver de su sobrina, muerta junto con otros familiares por el disparo de un misil israelí en la Franja de Gaza.
Mujeres con hijos muertos en el regazo son la referencia formal de una parte del horror. Son las que me vienen a la cabeza. Ahora también madres velando la lenta agonía de sus hijos e hijas. El gobierno de Israel ha decidido que mueran así. Los están matando de hambre. Sus cuerpos replican los cuerpos que escandalizaron a los aliados cuando descubrieron las pruebas del Holocausto. ¿Cuánto tarda una criatura en morir por inanición? ¿Podemos imaginar qué se siente, qué se piensa, cómo se puede sonreír a un hijo o una hija mientras segundo a segundo, día a día, se le acompaña hasta la muerte? Nos falta una unidad de medida para cuantificar el valor de una vida. La dedicación, el amor, el cuidado, la ilusión, la ternura, la proyección a futuro, la esperanza. Todos los territorios que no sabemos cómo defender.