El otoño, con su luz, es tiempo propicio para los pensamientos vanos, Lutxo, viejo amigo. No obstante, hablando de vanidades, a mí siempre me ha encantado el futurismo vintage. El futurismo antiguo, no sé si me explico. El de las películas de ciencia ficción de los años sesenta. Como 2001, Una odisea del espacio, por ejemplo. Aquel mobiliario, aquellos cortes de pelo, aquellos trajes galácticos. El diseño, los lenguajes y la moda de cuando éramos niños ahora son vintage. Somos vintage, viejo gnomo, ¿no te parece encantador? El destino de la humanidad, en el imaginario de los creadores de aquellas películas siempre era seriedad y robots. Nada de paraíso ameno sino todo lo contrario. Mucha frialdad.
Recuerdo que con siete años vi una película de autómatas que me aterró. Pensé que podría hacerse realidad. Los autómatas se reproducían a millones, se rebelaban, nos vencían y nos esclavizaban. Ahora suena gracioso, pero entonces no. Kurzweil dice que en 2045, conectaremos voluntariamente nuestro cerebro con la nube. Y asegura que eso cambiará la vida humana para siempre jamás. Dice que, al conectarnos, nuestra inteligencia se multiplicará por mil. En realidad, dice que por un millón. Es un hombre con un entusiasmo científico desmedido. Es el director de ingeniería de Google y le encanta hacer este tipo de predicciones epatantes. Profetas y gente así, siempre ha habido, claro. Si la futurología nos fascina tanto es porque nos gustaría creer que alguien ve claro y sabe hacia donde va esto. A medio y largo plazo. Nosotros ya vemos hacia donde va a corto plazo. Y sabemos que viene un túnel. Y cuando digo nosotros digo todos: los de arriba y los de abajo. Pero queremos que alguien nos diga que habrá vida después del túnel. Eso es ser un profeta: emitir el mensaje de que habrá vida al otro lado. Y la habrá, eso seguro. ¿Cómo será esa vida? Eso ya lo veremos. A lo mejor acabamos todos en la nube.