Qué te atrae, qué tiene ese lugar que te hace volver a la nada, al olor de la muerte, al dolor y al recuerdo del terror. A ese lugar que sabes que ya no existe tal y como lo dejaste la última vez. Qué esperas encontrar tras esta devastación donde solo el odio, el fuego y la metralla han triunfado. Qué esperas encontrar en ese crematorio en llamas.

Me preguntaba esto cuando, a raíz del alto el fuego en Gaza, 300.000 palestinos volvían a sus hogares por la carretera de la costa hacia el norte de Gaza. Me preguntaba por esa vuelta al vacío, a ese lugar que un día fue tu infancia, tu trabajo, tu escuela, el lugar donde has crecido, donde tus fotos, tus collares y el espejo donde te mirabas al afeitarte ya no están, ese lugar donde aprendiste a amar, luchar y también a morir.

Me preguntaba. Qué hay allí más allá de una escombrera y miles de cuerpos sepultados en espera de una digna inhumación. Qué hay. Qué mueve a esas 300.000 almas que caminan con paso firme, ajenas a la adversidad, al hambre, el infortunio y la incertidumbre. Tal vez, me dije, la redención épica de un pueblo guiado por una resistencia histórica empeñada en construirse como sujeto histórico. Pero quién sabe.

Habib y Farah tienen 40 y 35 años respectivamente. Durante un bombardeo nocturno perdieron a sus tres hijos. Entonces, les ofrecieron refugiarse en Jordania pero aguantaron agarrados al dolor como si fuera un salvavidas. Y lo fue. Ahora vuelven por esa carretera que es como una invitación al abismo, pero es su abismo, dicen.

Oyes esto y reniegas de romantizar el relato, de todo tópico literario y de la nefasta resiliencia. Porque nada lo explica. Ignoras qué fuerza indómita mueve a esos 300.000 palestinos en busca de ese lugar donde la vida ha desertado.

Pese a todo, pese a ese futuro negro y retorcido, hay algo que lo explica. Ese es el lugar en el mundo de millones de palestinos y palestinas. Y volver es una redención.