El hombre, que en apariencia ha superado hace tiempo los 70 años, ha dejado por un momento de excavar y atiende a la reportera de televisión. Como fondo de la entrevista, los nichos de un cementerio y, a sus pies, un campo que parece minado pero que no son sino montones de tierra extraída de fosas recién abiertas. Estamos en Ejea de los Caballeros, localidad aragonesa lindante con Navarra.
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Desde el pasado viernes, entidades memorialistas, familiares y vecinos buscan los restos de 160 personas que fueron asesinadas por elementos insurrectos contra el Gobierno legítimo de la República. Una matanza en toda regla. El general Mola, desde su cuartel de Pamplona, había ordenado taxativamente acabar con las gentes que no comulgaran –nunca mejor dicho tratándose de una cruzada– ni con los golpistas, ni con carlistas ni con falangistas. Y se lo tomaron al pie de la letra.
La conexión de televisión es periodismo en vivo. Durante el reportaje, asoman de la tierra más huesos de hombres y también de alguna mujer. Frente a la cámara, el hombre deja escapar un sentimiento madurado con los años en su interior. “Ahora que soy abuelo, que abrazo y beso a mis nietos, me he dado cuenta de todo lo que me he perdido. De niño no pude recibir ese cariño de mis familiares porque los habían matado”, expone con amargura.
Esos besos y abrazos se los llevó un pelotón de fusilamiento y un tiro de gracia para rematar a quien todavía respiraba. A unos centímetros de profundidad vuelve a brotar la historia que cuarenta años de dictadura logró ocultar; y que cincuenta años después, un régimen democrático no ha logrado resolver del todo.
El pasado domingo, en la Tejería de Monreal, a un lado de la carretera que conduce a Urroz, volvieron a brotar las flores junto al memorial que recuerda a las víctimas de los meses más violentos 1936. Esa fosa fue abierta en 1978, unos meses después de la primera, en Marcilla.
A día de hoy siguen apareciendo restos en Navarra y descubriéndose nuevas historias. Franco, que apostó por una guerra larga y sanguinaria, no podía imaginar que sus secuelas perdurarían hasta cerca de un siglo, y que cada fosa que se abre, como la de Ejea, descubre su crueldad y perversidad.