Puede que el hecho de dormir cerca del cementerio haya ejercido algún tipo de influjo en mi mente, después de tantos años, Lutxo, viejo amigo. Si es así, esperemos que haya sido para bien, claro. No obstante, la noche de ánimas se me apareció Miguel Ángel Rodríguez. En efecto, el que dice que tiene el pelo blanco. Se me apareció en sueños. Sí, fue un poco aterrador. No porque fuera disfrazado de zombi ni nada de eso. No necesita disfrazarse para serlo. Para resultar aterrador, quiero decir. Le basta con estar y no irse.

Mientras me explicaba que la verdad la crea él, con esa sonrisa escalofriante con la que lo explica todo, se jactaba de conocer a la perfección las diez estrategias de manipulación mediática de Chomsky. Empezando por la que consiste en dirigirse a la gente como si fueran niños o ignorantes, que es la que sorprendentemente, según él, mejor resultado suele dar, le digo a Lucho. Y me contesta que MAR es un hombre muy listo y bastante inteligente. Mejor, me callo.

De modo que, estamos ahí, un día más, en la terraza del Torino, y de repente me dice que esta semana se va a jugar el partido contra el fiscal general del estado. Así que le digo que no sabe de qué habla. Porque lo que en realidad se va a jugar es un juicio, no un partido. Y no se va a jugar, se va a juzgar. Que no es lo mismo. Los juicios no son para jugar. Son ceremonias serias. Tienen sentido. El sentido de evitar que la chusma plebeya deje de creer en la cuestión capital: la imparcialidad de los tribunales.

Y con ese fin, el tribunal supremo quiere juzgar al fiscal general del estado. Si no fuera cómico, sería trágico. O viceversa. Ahora bien, paradójicamente, lo cierto es que, a quien todo el mundo va a juzgar, en el fondo, es al tribunal supremo. De hecho, es el supremo el que está en la platina del microscopio, ¿no es gracioso, Lutxo?, le digo. Y me suelta: Para gracioso, uno que yo me sé.