Antes, la realidad era más contundente. Como la casquería o la manía de grabar las iniciales del nombre en la camisa. Era una realidad sin contemplaciones, como los bares mugrientos que servían cubatas a dos euros, o aquel Osasuna de 2004, el de Javier Aguirre cuyo lema era: “Queremos trascender, no sólo sobrevivir”. Aquella realidad no renegaba del pan, ni del café, ni los bocadillos de nocilla con chorizo. Todo tenía más volumen, como los libros de Rodrigo Fresán.

Ahora la realidad apenas se deja ver. Y más desde que Bauman se empeñara en liquidarla. A este polaco le dio por aplicar el adjetivo “líquida” a todo, a la vida, a la modernidad, al miedo, al amor, a la maldad, a la identidad. Todo se volvió líquido, como si la realidad se hubiera cogido una diarrea de dios padre.

Tanto, que ya hay quien dice que estamos en la realidad gaseosa o incluso más allá, como si el tiempo se hubiera salido de sus goznes. Aunque bien pensado creo que se exagera. Sin ir más lejos, el otro día, tras la dimisión “líquida” de un canalla agarrado a una pensión vitalicia, Sánchez y Feijóo, con su retórica rumiante, peleaban por ver quién estaba más cerca de los problemas reales de la gente. Me pregunté entonces si todavía había problemas reales o todo era una permanente erosión del significado.

Como estaba cerca del mercado del Ensanche entré para comprobarlo. Eran las 9,30 y había un gran movimiento de gente con cara de insomnio dispuesta a redimirse entre aquellos puestos llenos de verduras, panes, huevos, quesos, pescados, carnes, fritos de croqueta, flores, salazones, encurtidos, jamones y casquería, que es a la gastronomía lo que el “body horror” a la literatura de terror. Mientras hacían cola, la gente hablaba de la vivienda, los cuidados, la pobreza de miles de jóvenes, los cuerpos estresados y cómo apretarse la dignidad. De pronto, la realidad se hizo viral. Tanto que sonaba mejor que en muchos Parlamentos.