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Escena estacional

El sospechoso se lleva la mano a la nariz, empapa con el pañuelo el moco que ya amenazaba con descolgarse por encima del labio y absorbe el resto al ritmo de la respiración

Escena estacionalArchivo

Cae agua a pozales en el exterior. Dentro, en una sala de reducidas dimensiones, llegan una a una personas que buscan un espacio. Hace calor. Alguna cabeza mojada, ropa húmeda y calzado esponjoso traen de la calle el rastro de la lluvia. Este cambio radical de ambientes y temperaturas pide a gritos algo parecido a la sala de despresurización que utilizan los buzos para recomponer el organismo tras un largo paseo por las profundidades. El riesgo de cogerse un resfriado en esas circunstancias es una ecuación en la que X es calor e Y frío. Eso como mal menor que combatir con alguna pastilla efervescente. El personal que espera ya está en posición de alerta.

En mitad de un sordo murmullo, alguien deja ver entre los dedos fragmentos de un pañuelo. La maniobra llama la atención de dos o tres de los presentes. Miradas inquisidoras. El sospechoso se lleva la mano a la nariz, empapa con el pañuelo el moco que ya amenazaba con descolgarse por encima del labio y absorbe el resto al ritmo de la respiración. No podrá contenerlo durante mucho tiempo.

Al otro lado, pero muy cercano, a un hombre le delata una tos tímida: no quiere, pero no puede. Aunque ha tomado precauciones colocando su boca en el antebrazo, no logra evitar que a izquierda y derecha surga un movimiento inverso de placas tectónicas, un pequeño seísmo a uno y otro lado que aísla unos centímetros al epicentro de la posible amenaza de contagio.

En un rincón, a una mujer le sorprende su propio estornudo: “¿He sido yo?”, puede leerse en sus ojos vidriosos. La persona de nariz moqueante le extiende un paquetito de pañuelos de papel. El gesto de solidaridad entre afectados no pasa desapercibido para el resto. Mañana, cualquiera de ellos puede ser el necesitado. La concurrencia comienza a asumir que ha comprado boletos para un sorteo indeseado. Los cristales de las ventanas están cubiertos de vaho y un tipo con gafas hace tiempo que perdió toda visibilidad. De pronto, el grupo se agita y deja pasar a un hombre cargado de papeles que toma asiento a la cabecera de la mesa. Es el notario y va a dar lectura a un testamento. Lee los nombres de los presentes. La suerte está echada.