Hay un día al año en el que muchos adultos se comportan de esas maneras. Cantan a voz en grito aquello de “alcohoool, alcohoool, hemos venido a emborracharnos…”, dan saltitos por las calles con diademas de animales y luces parpadeantes y se meten entre pecho y espalda más gin-tonics que una reina inglesa. Se trata del día de la comida o cena de empresa por Navidad.

El tema me fascina, no puedo dejar de asomarme al balcón para ver pasar a esa mezcla explosiva de trabajadores, entre los que se encuentran algunos avezados de la parranda y el cachondeo, junto con una parte no pequeña de gentes que controla siempre y ese resto, ciego como avutarda, que lo da todo en un atardecer cualquiera de diciembre.

El personal bebe, poco o mucho o nada, no es cosa de juzgar a nadie aquí pero es en esta exacta celebración cuando no pocos inexpertos deciden lanzarse ante sus compañeros, que no con la familia o los amigos, sin calibrar los riesgos y la amenaza que se cierne sobre ellos.

A todo lo anterior, se suma el peligro que implica en ocasiones juntar al personal de diferentes departamentos y niveles de una firma o –me lo invento– a los policías municipales con los jardineros de un pequeño ayuntamiento. Si se sientan en la misma y copiosa mesa, la cosa acabará entre regular o mal. Aviso.