Nieva con persistencia ahí afuera y pareciera que la vida se congelara por un momento. La nieve amortigua el ruido, ralentiza las velocidades, lo tapa todo. Por unos momentos los espacios están en blanco, todo es virgen, se puede pisar. Los coches circulan atemorizados por un carril y el resto es peatonal. La nieve es un juego y ofrece escenarios nuevos en los lugares más cotidianos. La ciudad se reinventa.

Pasa un poco como en fiestas, donde medio jugando convertimos las ciudades y las plazas en lugares de encuentro, espacios donde divertirse. También en fiestas los espacios están condicionados y los coches no tienen permitido su acceso porque la ciudad se ha recuperado para su disfrute. Y descubrimos que otra ciudad es posible y que, además, es mucho más bonita, atrevida y atractiva.

El problema es que después de la fiesta siempre vuelve la rutina y después de la nevada volverá la lluvia, y las cosas que por unos días han parecido posibles porque eran reales volverán a ser imposibles porque no son convenientes, y los coches volverán a mandar en las calles y los niños volverán a estar secuestrados por sus padres o sus delegados, y la gente mayor mirará desde la ventana cómo la vida se consume ahí afuera.

Ahora bien, no es el objeto de estas líneas que esto se quede en un ejercicio de pesimismo, determinismo o conformismo y, aunque la nieve elimina los colores y hace que las cosas se vean prácticamente en blanco y negro, tampoco es el fin que se entienda que es lo uno o lo otro. El ejercicio consiste en tratar de mirar lo blanco como deseable y lo negro como inconveniente y trabajar por ampliar la gama de colores para que la cosa se aclare un poco. Nada más.