Estos meses nuestra alimentación invernal y primaveral parece va a continuar centrándose en esas duras castañas que son las incesantes llamadas de atención ante unas deudas institucionales "de caballo". Ante unos ajustes presupuestarios que ponen en solfa desde la atención sanitaria a los baremos de jubilación. Las duras castañas acompañan el panorama de una clase media empobrecida, de unos trabajadores de la moderna industria deslocalizada que deben apretarse el cinturón mientras van sorteando los ERE, y de amplios sectores sociales más desfavorecidos que están quedando a no sé qué parte del borde de la exclusión social (hagamos caso de las advertencias de Cáritas).

Una nueva legislación para la contratación, el dictado salarial y las limitaciones de negociación, el despido, parece abrir casi todos los circuitos a la corriente eléctrica de una profunda liberalidad empresarial. Si por un análisis equivocado, esta nueva legislación no acaba cumpliendo los objetivos previstos de creación de empleo en un plazo razonable, el malestar acumulado puede llegar a generar cortocircuitos, es decir, alteraciones intermitentes del orden social con carácter de progresividad. Y es para evitarlos por lo que hay que revisar el buen funcionamiento de todas las alarmas (hagamos caso de las advertencias de Cáritas).

Da la sensación de que mientras a unos se les sigue ofreciendo un suculento menú a la carta, a otros se nos aconseja conformidad con el menú del día y se nos exige cierta resignación -o sea, castañas- cuando el menú no va acorde con nuestras expectativas. Mientras tanto, una parte creciente de la población se acerca diariamente a los bancos de alimentos, a los comedores sociales, a las prestaciones sociales con cada vez mayores recortes presupuestarios. O sea, al pan y la sal de un frugal rancho. Ni castañas, tío.