Bajaban de las Améscoas en mula o borriquillo con los esportizos cargados de nieve o cisco según fuera verano o invierno. Así enfriaba mi madre los alimentos o encendía el brasero. Bien de mañanica pues mi padre, médico del pueblo, tenía siempre, como yo, los pies fríos.

Esas mujericas u hombricos de la montaña sacaron una coplilla que decía así: Cuánta sandez, cuánta pamplina, los hombres de Los Arcos con gabardina.

No sé quién era ni en qué sede se asentaba el cardenal Benavides, pero decíamos los chiquillos: "Que nos den frutos los campos, que nos den frutos las vides, y que se vaya a la mierda el cardenal Benavides".

Como letrillas de juegos de chaval recuerdo especialmente dos: Tres navíos van por la mar y otros tres en busca van. Mientras, una cuadrilla perseguía a otra por la plaza del Coso y callejuelas aledañas. Otras veces jugábamos al tapabullero, que consistía en hacer cazuelicas con el barro arcilloso del río Odrón y hacerlas estallar contra el pretil del puente anchapatas. Mientras uno decía al tapabullero, el otro respondía me cagüen ti y en tu abuelo. Bastaba hacer estallar las cazuelicas hasta dejar al otro sin barro, en cuyo caso el de sin barro debía pagar una canica al ganador. Si la canica era ripio de cristal de las botellas de gaseosa del señor Albino, pues bien. Y si no, de arcilla, hechas por nosotros, y que al jugar a canicas nos destrozaban la uña del dedo gordo de la mano derecha. Pero jugábamos y qué bien nos lo pasábamos. No como ahora, que los chicos no saben jugar sin ordenador o teléfonos móviles. Y encima se aburren.

Claro está que también jugábamos a otros juegos, como el marro o a la una saltaba la mula. Y tantos otros. Las chicas se entretenían con otros juegos como la comba, el cubilete de agujas con cabeza de color y cristal y otras chorradas. Pero así eran, como son ahora.