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Mamotreto

El recién inaugurado busto de Juan Pablo II en Javier constituye otro hito más de la papolatría que nos invade. ¿No es suficiente la efigie de Pamplona? ¿A qué viene este persistente intento de sojuzgamiento por parte de la jerarquía eclesiástica? Asistimos a una idolatría contumaz, a un fetichismo descarado, a un ordeno y mando, sin consultar pareceres con la comunidad cristiana a la que se le ignora con desfachatez absoluta.

Estas demostraciones de fuerza revelan la crisis y la inseguridad de los jerarcas. Hacen bien en sentirse inseguros, puesto que la jerarquía así constituida no tiene fundamentación teologal ni trinitaria. Es un gigante con los pies de barro que carece de autoridad. En la comunidad cristiana la autoridad la tienen los santos, los profetas, los mártires y los pobres. Y de ello estamos muy carentes. La santidad considerada arbitrariamente por los jerarcas se encuentra asimismo en horas bajas. De ahí la pléyade de santos nominados en los últimos años, pero el hecho de que los declaren santos no significa ni creemos que lo sean.

Omito santificaciones escandalosas que están en la mente de todos. El papa Juan Pablo II como tal -no el hombre Karol- es de infausto recuerdo para las mujeres porque consideró como doctrina de la Iglesia en el tema de la mujer lo que no era sino una parcial, sectaria y limitada percepción suya de las féminas, condicionado severamente por sus presupuestos antropológicos. Nos hizo daño. Sojuzgó despiadadamente a la teología de la liberación y a sus representantes más cualificados, señalando con el dedo acusador a alguno de ellos en una imagen muy mediática, antítesis de esa otra del Buen Pastor que coge la oveja descarriada y se la carga amorosamente sobre sus hombros. Este despotismo actitudinal lo descalificó en el ámbito creyente respecto a ulteriores posicionamientos suyos acerca de la justicias y de los pobres. Amén de sus beligerantes diatribas con el profético Arrupe. Y un sinfín de despropósitos.

Llegará un día en que habrá que quitar estos mamotretos, este y el otro de San Francisco Javier, de colorido fallero, que constituye una afrenta al paisaje. Y es que a los machitos no se les da nada bien conjugar ética y estética. Lamentablemente.