Me anda brincando un escrúpulo en el alma, y es que la semana pasada comí guisado de toro de lidia y estaba delicioso. Ahora veo a los toros en la dehesa que, de bien criados, no parece sino que por aquel prado anda corriendo la alegría y saltando el contento, como cuando un músico tañe la viola d’amore y, o el fagot d’amore, sabiendo que cuando un músico trabaja, ya está haciendo el amor; y sus carnes se vuelven insustanciales y los huesos blandos. Es difícil conjugar, combinar las dos.

En Donostia (San Sebastián), ciudad hermosa donde las haya, se ha liado parda a cuenta de la corrida de toros. Los donostiarras se han partido en dos. Hasta ahí llega la fuerza de los toros, la belleza de los toros. Y para completar la faena han alegrado la fiesta los borbones. Y el pobre toro sin tener de idea de lo que ocurre. Creo que el hombre ha perdido la facultad de razonar a causa de las palizas recibidas en prisión, y lo convierte en bellaco, harto de ajos. Caña hasta que cante, pero el toro no tiene nada que cantar. El picador, desde la altura del caballo, taladra la columna vertebral de ese hermoso ser, libre por derecho de haber nacido, hasta quedar parapléjico con los ojos llenos de sangre.

Una vez recuerdo haber vomitado en la plaza cuando, bailando con la música de las txarangas de las peñas, de espaldas al coso taurino, lleno de vino por dentro y por fuera, me di la vuelta y vi el espectáculo, la vara del picador, al toro, y un chorro de sangre como un surtidor. Vomité y ya no volví más.