Emulación o envidia
Con frecuencia, cuando una persona siente envidia, para disimular un poco esa emoción, tiende a pensar o a decir que es “envidia buena”. No se entristece por el bien ajeno, simplemente le gustaría tener aquello que no tiene. A veces se piensa, a veces se dice y, casi siempre, es una tapadera de las verdaderas pasiones, porque es muy difícil reconocerse envidioso. Pero la envidia existe, los envidiosos abundan.
Como los demás pecados capitales, la envidia es tan antigua como el pecado original -y si no que se lo pregunten a Abel-, y es provocado por éste. El pecado original lleva consigo un desorden en las pasiones, y lo que podría ser, sin más, alegrarse del bien ajeno, la soberbia lo convierte en comparación y tristeza. Hasta los pensadores más antiguos se han referido a esta inclinación del hombre soberbio. “Los griegos representaban la envidia como una mujer con la cabeza coronada de serpientes: símbolo de ideas perversas; con la mirada torcida y sombría, reflejaba la forma equivocada de interpretar el bien ajeno. El tinte del rostro era cetrino o cenizo” (Ugarte 2016).
No deja de ser sugerente que se tienda a representar al envidioso cetrino, lívido, porque la envidia, al parecer, provoca una constricción de los vasos sanguíneos. El envidioso aparece como persona osca, cerrada y triste. Lo que no está claro es si hay personas eminentemente envidiosas, o si en la mayoría de las personas hay procesos de envidia, de manera que podamos decir que pocos se salvan de tener algún momento en su vida de esa tristeza solo provocada por la soberbia de no admitir el bien ajeno.