Caminamos hacia los días de la luz. Los cristianos quisieron poner el nacimiento de Jesús en el solsticio de invierno. Vivían en un mundo pagano y anhelaron testificar así la luz esplendente de Jesús.

Hoy también vivimos en un mundo pagano. Comidas pantagruélicas junto a figuras famélicas; pluriempleo de mujeres convertidas en esclavas, niños exiliados de su infancia, anulados sus sueños; viajes exóticos en busca de una extravagancia que aporte distinción; regalos que hay que devolver; encuentros familiares no deseados, tradicionalmente impuestos, de los que se desearía huir; un derroche de embalajes, maquillaje y purpurina que llena los contenedores de basura y lo recibe la madre tierra.

Son los derechos del capitalismo. Lo pérfido del asunto es que va envuelto en el celofán de Jesús. Lo perverso es que lo practicamos quienes decimos seguirle. El belenismo, las cabalgatas u otras figuras míticas nada tienen que ver con Jesús. La hondura de la Navidad cristiana es otra. Antídoto radical contra el capitalismo: “Herodes busca al niño para matarlo” (Mt. 2, 13). Nacimiento de un pobre en las afueras del poder y del imperio, que trae convulsión a los poderosos y solo lo perciben unos pastores, es decir, los indeseables y los excluidos.

Se le adora al raso, al aire libre, no en templos cuajados de oro e injusticia. Tampoco sabemos nada de su familia y menos de que sea paradigma de la familia tradicional europea.

“Mi madre y mis hermanos son quienes escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc. 8, 21).

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