“Estamos otra vez en pie de testimonio, / ¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro! / Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra. / Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente. / Romero de la Pascua latinoamericana. / Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa”.

Pedro Casaldáliga

“Ser en la vida romero, / romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos”.

León Felipe

Hoy 14 de octubre, la iglesia institucional, la misma que en su día le había reprendido y acusado de subversivo, elevará a los altares a monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado por los escuadrones de la muerte el 24 de marzo de 1980, en el que siempre ha sido llamado el pulgarcito de América Latina.

El Salvador, un país con apenas 21.000 kilómetros cuadrados y con unos siete millones de habitantes (entonces eran tres millones y medio), sufrió una cruenta guerra civil que duró doce años y que se cobró las vidas de 75.000 personas.

En nuestras retinas, las imágenes terribles de la represión, los muertos a diario en los telediarios, las camionetas cargadas de cadáveres de campesinos y los soldados de la guardia nacional disparando impunemente contra manifestantes incluso en las escalinatas de la catedral de San Salvador, con ocasión del funeral y posterior homenaje que el pueblo rindió a Óscar Romero, voz de los sin voz, profeta de la verdad, mártir de la patria grande latinoamericana.

Fue el pueblo quien en su día lo elevó ya a la categoría de santo, por su compromiso, por su capacidad para analizar domingo tras domingo los acontecimientos que sucedían a lo largo de la semana en el país y por pedir en todo momento que cesará la violencia. Las eucaristías dominicales eran seguidas por radio en todo El Salvador, e incluso fuera del país. Allí Romero denunciaba con nombres y apellidos a los asesinos y a los culpables de la pobreza extrema de su pueblo. Eso indignaba a los poderosos, pero también a una jerarquía eclesial, que había elegido a Romero, por su carácter conservador. Pero cuando los escuadrones de la muerte asesinaron al jesuita y amigo personal de Romero, el padre Rutilio Grande, entonces Romero cambió, se informó, se hizo pueblo y voz de ese pueblo sin voz. Testigo del Evangelio del Dios del Amor y de la Vida, Romero se convirtió en el referente no sólo de su pueblo sino de la solidaridad internacional con El Salvador y con toda Centroamérica. Eran los años duros de la revolución sandinista en Nicaragua, la guerra entre la URNG y el ejército en la vecina Guatemala, los diferentes conflictos en toda América Latina (Granada, Panamá, Colombia?). En El Salvador el conflicto estaba servido. Un ejército armado y financiado por las famosas catorce familias, los oligarcas que controlaban todo el monopolio económico del país, Arena, el partido fundado por quien también creó a los escuadrones de la muerte, el mayor Roberto D’Abuisson, quien a la postre mandaría ejecutar a monseñor Romero. Y por otra parte una coalición de partidos de izquierda, bajo las siglas del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional), la guerrilla que a finales de ochenta estuvo a un paso de tomar el control del país pero prefirió no hacerlo y esperar su turno político.

En un país tan pequeño todo se sabe y se supo, pero los criminales tuvieron tiempo para huir, incluso a los EEUU, otro de los financiadores de esa guerra llamada de baja intensidad. El asesino cobró 1.000 colones, 114 dólares americanos por disparar su fusil mientras Romero celebraba la eucaristía el lunes 24 de marzo en la capilla de cancerosos del Hospital de San Salvador. Romero cayó fulminado detrás del altar, en el momento de la consagración. Y su sangre se hizo semilla de liberación de su pueblo. Días antes había dicho: “En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”. Para, en otro momento referirse a las continuas amenazas de muerte que recibía con estas otras: “Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Palabras premonitorias de alguien que se había puesto del lado de los empobrecidos, de los desposeídos y de los represaliados, es decir, de los rostros del Viernes Santo de ese pueblo salvadoreño que lo hizo santo, treinta y ocho años antes que la iglesia que ahora lo va a elevar a los altares, gracias a este Papa bueno, valiente y comprometido que es Francisco.

Treinta y ocho años después los miembros de este comité de solidaridad y todos los comités Óscar Romero que se extienden por el mundo tienen un motivo de satisfacción y de gozo al ver que el tiempo da razón a la Verdad y a la Dignidad. Frente a tantas derrotas, esta victoria es del pueblo y de los empobrecidos. Aún queda abierto el camino para que quienes tienen que hacer justicia con sus asesinos, la hagan. Quedan revoluciones pendientes?

El autor es miembro del Comité Cristiano de Solidaridad con América Latina