el pasado Viernes Santo tuve la ocasión de aprovechar junto a mi familia la magnífica oportunidad que la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona está brindando a todas las personas interesadas de visitar el antiguo convento de las Salesas y futura sede de la entidad. El recorrido de hora y media terminó con moscatel, pastas y la interpretación en directo de dos breves piezas musicales.

Según la guía nos informó, la actividad tenía dos objetivos. Por una parte, dar a conocer el antiguo convento, espacio de clausura y, como tal, poco conocido por la ciudadanía. Y, por otra parte, presentar el proyecto de la futura sede de la Mancomunidad, que también compartirá espacios con la Universidad Pública de Navarra. Así, de forma amena, se nos transmitió el pasado que mostraban el edificio y mobiliario y el futuro que ilustraban planos e imágenes situados de forma estratégica a lo largo del recorrido.

La iglesia, con entrada por la calle San Francisco, será desmantelada para convertirla en un nuevo espacio sin ningún vestigio de su pasado; el lavadero, único -según se explicó- debido a su ubicación en el interior del edificio, será desmontado y trasladado a otro lugar; la galería interior, que recorre el muro que cierra el patio por el paseo del Doctor Arazuri, será radicalmente modificada; y el pozo medieval, que vigila el mismo patio, sufrirá también su desmontaje y traslado.

Estas son algunas de las actuaciones previstas que transforman un lugar único en otra sede más, intercambiable con tantas otras, tal como mostraban unas imágenes tan bonitas como frías.

Esa sensación de irremediable pérdida se adueñó de más visitantes, cosas de la edad, no tanto apenados por la transformación lógica de un espacio en desuso en otro práctico y necesario, sino por el hecho de que dicha transformación pareciera haberse realizado sin integrar el viejo edificio y su historia, y con ellos el de toda la ciudad. Es curioso que esos intentos de aunar pasado, presente y futuro se ensalcen cuando se llevan a la práctica, pero frecuentemente sean olvidados o ignorados.

Parece una broma que una de las creaciones de Florencio Ansoleaga (1846-1916), miembro de esa Comisión de Monumentos que, tal como se enfatizó, se encargaba de preservar el patrimonio histórico-artístico de Navarra, no haya sido suficientemente preservada.

Parece una broma que una de las creaciones de Florencio Ansoleaga, arquitecto diocesano y provincial, arqueólogo, correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, socio fundador de la Asociación Euskara de Navarra y junto a Obanos, Gaztelu, Landa, Iturralde, Aranzadi, Olóriz, Campión? miembro de esa primera élite intelectual navarra siempre tan empeñada en la defensa de lo propio, acabe devorada por la uniformidad de lo ajeno.

El nuevo edificio podía haberse convertido no solo en lugar de gestiones o actividades a donde acudir más por obligación que por devoción. También podía haberse transformado en lugar imprescindible de encuentro, hasta turístico, para conocer nuestra historia, para disfrutar hoy de la armonía entre el ayer y el mañana, y para demostrarnos a nosotros mismos que no olvidamos.

El autor es historiador