No hay peor enemigo que uno mismo. Te conoce a la perfección, y por eso te ataca donde más duele. Allí donde ni la persona más querida sabe llegar. Además, lo hace de la manera más sutil imaginable. Empieza por alabarte, exagerando tus propios valores. Luego busca los momentos más idóneos para enfrentarte con los demás, y al final, fruto de la misma vanidad, acaba por intentar destruirte, utilizando a personas y sueños que siempre han sido toda tu pasión. Puesto que es uno mismo el que se ataca, sabe también defenderse... defensa que contra mejor planteada está, más te hunde. La única contraposición posible es la humildad, divina palabra, más divina por lo inalcanzable que por lo sumisa. Si todos fueramos más humildes, mejores riendas llevarían nuestras vidas, y mejor rumbo llevaría este nuestro mundo. ¿O no...?