Los medios hablan de una ola de protestas que sacude el mundo, pero es difícil afirmar que haya conexión entre ellas; para hablar de algo generalizado habría que adentrarse en cada manifestación y especificar las causas que la amplifican. Como sea, es cierto que en cuatro continentes se han producido movilizaciones, y algunas, como las feministas y ecologistas, son claramente transnacionales.

En Europa, los chalecos amarillos marchan por Francia y la huelga vuelve a ser una medida de presión importante. Entretanto, la corrupción congrega en las plazas a checos y rumanos, el nacionalismo callejea desde España hasta Reino Unido, y tanto las sardinas como los leghisti desbordan Italia.

Es en Latinoamérica donde las manifestaciones se han hecho más frecuentes: luego de la gran conflictividad social que se ha ido arrastrando por las calles de Venezuela, Honduras, Nicaragua, Puerto Rico o Haití, el descontento ha ido bajando territorialmente, y también en cuanto la urgencia de los reclamos por Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. La insuficiencia democrática de algunos se entrecruza con el estancamiento económico de otros y se solidifica en desigualdades bastante comunes que se vuelcan en las ciudades.

En las protestas de Asia se vierte más sangre: las penurias políticas y económicas empujan a los iraquíes, iraníes y libaneses a las calles. Con todo, es China en donde la tensión política se cronifica; Pekín encuentra uno de sus mayores desafíos en las calles de Hong Kong.

Por último, en África la violencia estalla en Guinea y Etiopía, mientras que la presión callejera ayudó a hacer caer gobiernos enquistados en el poder por décadas en Argelia y en Sudán.

Hay una cara de este fenómeno que representa un instrumento fundamental para la democracia actual. Sin embargo, la política en la calle también tiene un rostro más oscuro.

La globalización, entre otras cosas, está siendo una coctelera para una desvaída pócima de bilis que aturulla. La sonrisa cínica de la máscara de V de Vendetta bebe de esa fuente y emprende su lucha desde la clandestinidad de las redes sociales a la manera de Anonymous. No obstante, la multiplicidad de causas y las contradicciones han atorado los circuitos con improperios y panfletos de un párrafo.

El paradójico resultado es el borboteo de un culto a lo binario que vuelve la realidad más ambigua que nunca; el encandilado ciudadano común, harto de una distopía imaginaria, se arranca la anónima máscara de la retroalimentación iracunda y se maquilla para unirse a la procesión enfurecida de un nuevo líder: el Joker ya está aquí sufriendo sus propias carcajadas.

El apocalíptico príncipe de la confusión se ha aposentado en su trono y decreta la nostalgia de una historia ignorada que se da la mano con utopías silvestres de Juanas de Arco mercadeadas. El enemigo aparece tanto en cada esquina nunca atravesada como en todos los propios reflejos de esa marcha efímera.

La política del algoritmo arrebata al pensamiento su protagonismo en el debate y el consenso. Alguien del pasado, admirado por tantos adelantos con respecto a su época, esperaría que los sistemas políticos de estas sociedades más dinámicas y conscientes de hoy ya no necesitaran multitudes estridentes por fuera del Estado.

La insignificante y solitaria luz se acomoda con otras formando la constelación amarillenta de la acción popular: tiranía fugaz de la plebe perdida, una momentánea mayoría callejera o mediática. La sopa del actual descontento se prepara con fogones electrónicos que cocinan objetivos menos apremiantes aunque más rápidos de elaborar. Es hora de salir a la calle, sí, pero no solo a manifestarse: el conocimiento, las instituciones y el otro esperan como nunca antes en cada rincón real y virtual para renovar concienzudamente lo medios y los fines.

El autor es politólogo