Muchas son las voces que nos conminan a concienciarnos sobre el penoso estado en el que estamos dejando el planeta, la crisis climática cada vez más evidente, el agotamiento de los recursos y la falta de futuro para muchas especies, entre ellas la nuestra. Desde los medios de comunicación nos alertan del peligro insostenible en el que nos encontramos y nos exhortan a cambiar de hábitos si no queremos destruir definitivamente el medio ambiente en el que vivimos.

Tiene su gracia, si no fuera porque nos va la vida en ello (y la de las futuras generaciones), que echen sobre el ciudadano de a pie la responsabilidad del impacto que está teniendo sobre la naturaleza terrestre nuestra forma de vida. Un modelo basado en el mercantilismo, la especulación y la acumulación de capital, que ha decidido por todos nosotros qué tipo de productos, tecnología, energía, transporte, ocio, etc, debemos consumir. Después de setenta años llenando de plástico todo lo que nos rodea, como un rey Midas de plexiglás, ahora nos alertan a los consumidores de que debemos cambiar de costumbres y cargan sobre nuestros hombros la tarea de buscar nuevas formas de uso, producción, consumo y desarrollo, como si ello fuera ajeno a un modelo político, social y existencial y, en definitiva, de gestión de recursos y redistribución de la riqueza. Nada nos es extraño, y ahora más que nunca, el concepto “global” nos hace ser totalmente interdependientes y corresponsables de lo que ocurre en este planeta.

Pero podemos estar tranquilos: la empresa (sistema integrado de gestión) encargada de gestionar nuestros residuos, la basura que producimos en nuestro país, vela por el medio ambiente y cobra una tasa por todo aquello que tiene las dos flechitas, cual yin-yang del reciclaje. Esa tasa, repercutida por las empresas en el precio final del producto, no parece convencer a los productores de evitar profusos embalajes y residuos ni preocupar a la compañía que interactúa con administraciones, ciudadanía y empresas del ramo, puesto que cobra por emisión y paga por recogida. Seguir la pista del dinero clarifica intereses y voluntades, y más si esa empresa está gestionada por las multinacionales que se reparten el pastel del producto y el consumo.

Mientras tanto el espectáculo sigue: el campeonato del mundo de fútbol se va a celebrar en Qatar, donde los campos de fútbol, los grandes almacenes al aire libre y las calles gozarán de aire acondicionado para combatir las altas temperaturas. Un milagro que construyen un millón y medio de trabajadores inmigrantes, hacinados en albergues chapuceros y en régimen de semiesclavitud. La organización, no obstante, alardea de los millones de árboles que van a plantar, las desalinizadoras con lasque van a depurar el agua marina o el megaparque solar que proveerá de energía a este mastodonte de derroche y opulencia en el país con la renta per cápita más alta del mundo.

Ya veremos si la “sostenibilidad” que nos van a “administrar” a la plebe los que sí tienen opciones de cambiar las cosas nos convence, finalmente, de que la democracia está por encima de nuestras posibilidades.