La respuesta a esta cuestión ha experimentado ligeras diferencias en el tiempo a causa del profundo cambio social producido en el concepto de familia, hasta el punto de concluir en que los padres no son propietarios de sus hijos aunque les pertenezcan de hecho.Opinión que me costó admitir como cierta tras un lento proceso de reflexión, por haber creído que ser padre incluía, con carácter permanente, todo lo referido a los hijos y que, por tanto, la paternidad era algo intransferible.Por eso, tal vez, el mismo día de ser padre, abstraído en tales conjeturas durante la noche en el hospital, me caí de la cama por no seguir mis pautas habituales de vela, amén de por otras singulares sensaciones de progenitor recién estrenado.Al día siguiente, cuando volvía a casa para comer, me ocurrió otra rara verdad que sólo los árboles de la vuelta del Castillo podrían confirmar por ser los únicos testigos en verme correr, gritar y abrazar el aire con las manos en aspa, como si fuese una hoja que huyera del tiempo.Aún así, después de haberme ejercitado en la ardua tarea de su crianza, me resulta difícil afrontar la dura creencia de que a nuestros hijos sólo los tenemos en préstamo hasta que despliegan alas y saltan libres del entorno familiar, con ideas y proyectos propios, recordándonos que ser padres es algo que comienza y termina en nosotros mismos. Con lo que, presos de paternal melancolía, nos disponemos a sentar las premisas de una estrecha colaboración con los educadores para que nuestros saltarines descendientes reciban una formación cívica y sexual adaptada a sus necesidades, pues los padres no pueden cargar solos con un peso que excede a su dedicación.