l pasado 14 de septiembre de 2020 se publicó una noticia con el siguiente titular: "La Fiscalía investigó el año pasado en Navarra hasta 45 denuncias a menores por delitos sexuales, el triple que en 2018". Me gustaría matizar algunas cuestiones al respecto. La violencia sexual es transversal a diferentes épocas históricas, contextos socioculturales, clases sociales y edades. Sin ninguna intención de restar importancia, sino haciendo hincapié en la gravedad de este tipo de violencia que tiene lugar de forma cotidiana y mayoritariamente invisibilizada, es crucial evitar el alarmismo para no dar a entender que cada vez hay más jóvenes que cometen este tipo de delitos.

Por continuar con los datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en sus estadísticas se observa que, en 2019, se instruyeron en España 21.334 diligencias previas por delitos sexuales cometidos por personas adultas. El año anterior, 2018, hubo 18.986 diligencias previas. El incremento interanual del 12% parece que se asemeja bastante al 15% de incremento reflejado en la noticia en relación a la Fiscalía de Menores de Navarra. Así, lejos de poder ofrecer conclusiones sólidas al respecto, no parece que el aumento de delitos sexuales se circunscriba exclusivamente a Navarra ni a los menores de edad, sino que es generalizado.

Respecto a las personas de 14 a 18 años, los datos del CGPJ reflejan que en 2018 hubo 408 delitos sexuales en España (que suponen el 1,7% del total de delitos cometidos por menores, 24.340). Además, de todos los delitos sexuales que se condenaron en 2018, el 12% los cometieron personas menores y el 88% adultas.

Por otro lado, no se puede afirmar que los datos anteriores se ajusten a la realidad de la violencia sexual, ya que son solamente los que han llegado a instancias judiciales. La criminología lleva décadas analizando las realidades delictivas y, para ello, es fundamental combinar datos oficiales (denuncias policiales, datos judiciales o de instituciones penitenciarias) con datos obtenidos mediante encuestas de victimización (preguntar a la población si ha sido víctima de delitos) y autoinformes (preguntar a la población sobre sus actividades delictivas). Es decir, no es lo mismo el número de personas que hay en prisión por un delito sexual, que el número de delitos sexuales denunciados, que el número real de violencias sexuales que tienen lugar cada día. No todas estas violencias sexuales se denuncian, no todas las denuncias tienen recorrido judicial, ni todas las que se juzgan acaban con quien las ha cometido en prisión.

Se estima que del total de delitos sexuales se denuncian el 10%. Así, es prácticamente imposible conocer con certeza el número real de personas victimizadas sexualmente únicamente a través de datos oficiales. Esto es debido, entre otras razones, a que la mayoría de los episodios suelen tener lugar en entornos privados (familiares, parejas, conocidos) y al potente tabú y estigmatización que existe en torno a la sexualidad en general y a la violencia sexual en particular. Solo combinando todas estas fuentes de información podríamos llegar a aproximarnos a la realidad de las violencias sexuales.

Como conclusión, tal vez la parte rescatable de la citada noticia sea que, gracias a la labor que muchos agentes sociales han realizado en los últimos años, lo que se ha triplicado o, al menos aumentado, haya sido la conciencia social al respecto. Posiblemente, lo que ha aumentado es el porcentaje de casos denunciados, porque, tal vez, una parte de la población ha reaccionado y decidido que estas violencias sexuales no deben seguir manteniéndose encubiertas. En este sentido, sería interesante poder analizar los motivos que llevaron a todas esas personas a denunciar (el nivel de implicación de su entorno cercano, los apoyos institucionales que han tenido o qué valoración hacen del proceso) para poder interpretar adecuadamente el incremento de casos.

La respuesta a la violencia sexual debe ser contundente, pero su eliminación no pasa por endurecer las consecuencias penales para quienes cometen estos delitos. Tampoco por centrar la atención en el peligro que corren las potenciales víctimas para que sean estas quienes procuren evitarla. La transición hacia la supresión debe iniciarse con la concienciación social, sensibilización y prevención, así como con la visibilización de la misma, dando voz a las víctimas y a través de programas específicos de intervención, teniendo claro que es algo que nos incumbe a todos y todas.

La autora es criminóloga