al día como hoy hace tres años, el preparao, mediante uno de los discursos más vergonzosos de la historia reciente de la monarquía española (¡sorprendente récord!), manumitió a las 2.286.217 personas que, según los datos oficiales, participaron, ya sea votando a favor o en contra, en el referéndum de independencia de Catalunya. Y lo digo porque aquel día, un Felipe VI al que se le caía a trozos el palito de su recién estrenado número romano, ejecutó, para su propia desgracia, parte del mandato que se colegía del resultado del referéndum del 1 de octubre al abandonar de manera expresa, llamándoles ilegales, cualquier pretensión de continuar siendo el rey de casi dos millones y medio de catalanes. Justificando bajo el mantra de la necesidad urgente del restablecimiento del orden constitucional la correcta y proporcionada actuación de los piolines y, con ello, las heridas sufridas por 893 personas en el transcurso de una jornada cuanto menos calentita, el rey dejó el traje militar en el armario para disfrazarse de ultra e hizo de su institución y de la jefatura del Estado el graderío sur de cualquier campo de fútbol de Primera división desde el cual unirse al cantico del ¡a por ellos, oe!

Esta situación, decepcionante y preocupante bajo la opinión de diferentes sectores del independentismo (entre ellas, bajo la opinión la del expresident en el exilio Carles Puigdemont), debió ser, por el contrario, aplaudida con entusiasmo. Solo quien deposita esperanzas en alguien puede verse decepcionado por su actitud. El rey, bajo su perspectiva, hizo de rey solamente de algunos españoles y, para ello, en la mayor crisis del Estado desde 1978, optó por hipotecar la soberanía del Estado en Catalunya para poder mantenerla íntegra y cohesionada, junto a su imagen, en el resto. Fue, se mire por donde se mire, una derrota manifiesta que tendrá sus ecos en el devenir del procés y en cómo responderán las futuras generaciones a la figura de la corona. Una brecha insalvable que debe ser recordada, no como una efeméride vacía de su contenido por el tiempo, sino como la prueba tangible de la fuerza motriz de un pueblo que desea autodeterminar su futuro y como muestra de la debilidad reinante de la monarquía parlamentaria española. Es por eso que, cuando esta última se empeña en tropezar torpemente, renqueante, a cada paso que da, ya sea hace tres años en Catalunya, de safari africano, o cuando se les pilla recientemente in fraganti llenando sus helvéticos bolsillos de dinero saudí, siempre, en lugar de decepcionarnos, debemos acordarnos mucho de aquel famoso discurso de Pablo Casado, hacerle caso e incorporar en nuestro día a día, en nuestras conversaciones cotidianas un natural, orgulloso y espontáneo: ¡viva el rey!