na ley como la de Educación que se debate estos días puede nacer condenada a la provisionalidad. Esto es lo que ha contribuido a la ineficacia de los sistemas precedentes, incapaces de perdurar adaptados desde la práctica con las aportaciones de los pedagogos y de los padres.

Tras la legítima iniciativa reformista se esconden extraviadas intenciones. Estamos ante una propuesta que, sin duda, aporta novedades ventajosas, pero que para algunos desestima autorizados pareceres y cuestiona sistemas idiosincráticos: la religión, las clases sociales o el entendimiento de la atención a los más desprotegidos. Se trataría de cambiar para mejorar, no para que una parte significativa se sienta excluida.

Todo resulta muy paradójico, en apariencia renunciamos a lo que nos une y optamos por lo que nos divide, desechamos lo español y optamos por lo exclusivo de los distintos territorios. Lo estratégico parecería sumar para defendernos de lo bárbaro o para participar con talento de las nuevas circunstancias.

Parte del error radica en los entendimientos políticos de los tiempos, de las actitudes y las formas. Como novedad y avance, tendríamos que estar pactando la formación de las generaciones del Tercer Milenio en materias como la digitalización, la robótica, etcétera. Por contra, seguimos inmersos en un duelo más propio del romanticismo que del ahora, de las prisas que de la reflexión, de la necesidad que de la virtud.

Un británico, G.K. Chesterton, dejó escrito que la única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa para atreverse a decírsela a un niño. Para construir la España competitiva del futuro hemos de tener confianza, convicción, certeza en la formación que les proporcionamos a nuestros jóvenes. No lo conseguiremos mientras no dialoguemos en perfecto español, anteponiendo los intereses generales a los particulares. El catalán, el gallego, el vasco, el inglés o el mandarín son herramientas preciosas e imprescindibles, no necesariamente excluyentes. Es imprescindible comprenderse y proponer modelos de evolución común, como el que nos ofrece Europa. Entre tantas nieblas hay que encontrar la luz. Se necesitan acuerdos.

Intuyo lo que dirían a este respecto Ramón Llull, Alfonso X El Sabio, el Arcipreste de Hita, Miguel de Cervantes, Sebastián de Covarrubias, Rosalía de Castro, Azorín, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Carmen Laforet, Pablo Neruda, Borges, García Márquez, Esther Tusquets o Nélida Piñón y otros muchos, mujeres y hombres de toda condición y origen, se referirían al virus del analfabetismo como el más extendido entre los que, lejos de valorar el tesoro de la educación, de la cultura y de la lengua, lo dilapidan, haciendo añicos la confluencia de lo diverso y maravilloso de nuestros entenderes. Pero a las nuevas generaciones, por culpa de los sistemas provisionales que les ofrecemos, me temo que lo dicho les puede sonar a chino. Vale.

El autor es periodista. (Este artículo forma parte del Proyecto Manifiesto Ibérico. Destino Europa)