reo que sería buena cosa salir de uno mismo para explorar el mundo. Lo digo desde el agotamiento y la saturación, desde el dolor que produce esa llaga erosiva que va minando la voluntad y la ilusión. Decrece paulatinamente la curiosidad y sin ella no hay nada. Nada que hacer. Con el tiempo he observado de qué modo me voy pareciendo cada vez más a esos viejos árboles de naturaleza estática que visten las glorietas de las ciudades, que no tienen movilidad alguna, que sólo cuando el viento sopla con fuerza se mueven hacia los lados y aun así lo hacen a regañadientes, molestos y enfadados. Quizá consista en esto la vida, en ir haciéndose árbol huraño, perfectamente prescindible por otra parte. Quiero pensar que la glorieta echaría de menos a ese árbol si faltase pero, no estoy seguro de poder afirmarlo. Las glorietas no saben nada de árboles.

Al levantarme cada mañana, una poderosa inercia centrípeta, un silencioso torbellino consigue sujetarme las piernas y el corazón, me devuelve a la cama y me invita a la inmovilidad, inocula en mí una penosa invitación a vivir como un tumbado escribiendo entre las sábanas cosas como ésta que, a duras penas mantienen mi dignidad en niveles aceptables. Pero la vida está ahí afuera, llena de color y enigmas. Son mínimos, quebradizos, de una fragilidad milagrosa, encierran en sus pequeños cofres todo el misterio del mundo: el agua transparente, cantarina de un riachuelo, el vuelo de las palomas en la plaza mayor, las primeras mariposas de mayo, los copos de nieve en los inviernos salvadores, las gaviotas rozando la última ola en el mar enhiesto, el oso desperezándose en las tardes de abril y los otros, esos millones de semejantes que también somos, que también piensan cosas como éstas, se maravillan con la hechura del mundo. Vivir dentro de uno con las dudas y los miedos que llegan de la ignorancia, de la muerte segura, hervido o hirviendo en un caldo de cultivo obtuso y cuando menos castrante.

Salir de ahí y dejarse hacer por la maravilla de las cosas, por su fuerza grávida de eternidad. No una vida teórica, nacida de una sentencia más o menos ingeniosa, sino de la invasión natural de aquello que acontece desde sí y nos embarga porque somos parte y somos arte si cupiera esta manida expresión. El regreso al calor, al fuero interno sólo tiene sentido si se ha salido, si hemos hablado, amado, reído... si hemos contemplado la belleza y si no hemos esquivado cobardemente la visión de la mayor de las atrocidades, de todas ellas: los miles de crímenes que el hombre comete cada día y nada vence a este esperpento. No eludimos nada, no lo hago y regreso a mi casa, a la noble hechura de mi escritorio. Me quito la ropa de vestir y cubro mi desnudez con un cómodo albornoz. Es el mejor de los inventos. El albornoz. Nadie podrá decir que voy pareciéndome a ese árbol parásito y solo que viste aquella glorieta en la ciudad dormida. Soy lo que escribo y cada palabra nace de una querencia antigua que no podría definir -sería presuntuoso e inútil- pero que está ahí con la vida intacta. Salir de uno para regresar adelgazado, habiendo soltado lastre. Es la actitud que me anima.

El autor es escritor

Con el tiempo he observado de qué modo me voy pareciendo cada vez más a esos viejos árboles