Fuera de casos de accidente, guerra o pandemia en que se muere de forma extemporánea y fortuita, el ser humano ha sido el propietario absoluto de su muerte porque en el último instante, antes del final, su criterio se ha aceptado como una orden inflexible. A día de hoy, millones de personas han perdido la vida por causa de una enfermedad universal, pero lo sorprendente no es el número elevado de muertos sino la manera asombrosa de producirse tales fallecimientos asistidos con heroica benevolencia por el personal sanitario pero sin la opción de dar el último adiós a familiares y allegados ni de constituirse en los principales árbitros de sus propios rituales fúnebres de despedida post mortem.Según parece, una persona enferma de gravedad, cuando presagia que está próxima a morir, siente la necesidad de anunciarlo a la familia, pero también se cree que percibe los signo premonitorios de la agonía sin empecinarse en rechazar el inminente final porque sabe que el destino lo prende todo; cosa que, los fallecidos por covid-19 nunca se hubieran imaginado que se les privase de unas honras mortales, religiosas o laicas, en las que, acompañados de los suyos, presidieran su propia muerte, como le sucedió al Quijote cuando, en la cabecera del lecho "el médico le tomó el pulso y le dijo que pensase en la salud de su alma porque la del cuerpo corría peligro". Después, "ya libre de los detestables libros de caballerías, sintiéndose a punto de muerte", mandó llamar al cura y dijo que ya no era Don Quijote sino Alonso Quijano el Bueno.